Aquella escuela rural era hermosa, recuerdo su ceibo en flor y varios girasoles decorando la entrada, un nogal en el fondo, “lazos de amor” en la reja de la ventana de la dirección y un hermoso nido de hornero en el poste del alambrado.
Los pisos de baldosas amarillas siempre estaban limpios a pesar del patio de tierra en el que los niños daban rienda suelta a sus juegos y picardías. El personal auxiliar estaba siempre atento y dispuesto para que la escuela luciera preciosa. “Seremos canarios pobres, pero limpitos”, decía doña Zulma entre risas a Mariela, la ayudante de cocina.
Doña Zulma llevaba muchos años en la escuela. Era vecina de la zona y se la veía siempre temprano en la mañana con un paquete de galletas de campaña que Don Pancho, el panadero, dejaba en su casa apenas salía el sol. En la escuela se ofrecían tortas caseras en el recreo y en el almuerzo se cortaba en tres partes la rica y fresca galleta. Los días que no venían tortas, el “Martín Fierro” de queso y dulce de membrillo calmaba el apetito más voraz.
Cuando comenzó el año lectivo, nada hacía prever una situación que modificó para siempre la vida de Zulma y mi vida. En un terrible accidente en la ruta, Zulma pierde al hijo y la nuera, pero Ismael, su nieto, se salva.
Ante tremenda situación Zulma se hace cargo de la crianza del nieto. Por supuesto, lo llevó a “su” escuela y todos estaban felices en dar una mano, pero al ingresar a la escuela “Isma” no hablaba, no respondía a su nombre, no hacía contacto visual, no se comunicaba con nadie. “Con lo que le pasó pobrecito”, repetía Zulma con tristeza, pero la realidad indicaba que podía padecer algo más que la pérdida de sus padres.
Yo llevaba apenas cuatro años en la educación musical y mi experiencia en estas situaciones era escasa, por no decir nula. Siempre había escuchado hablar sobre “el poder de la música”, pero nunca lo había vivido y sentido como en esta oportunidad.
El año iba transcurriendo y las canciones sonaban en la escuelita con ritmos variados, pero nada conmovía o llamaba la atención a Isma. Doña Zulma estaba cada vez más triste, la ayuda profesional que recibía Isma no producía la respuesta esperada. Pero un día, en un recreo, ocurrió algo que llamó la atención de Isma y la mía. Al sonar las campanillas de las maestras, un gato que se había colado al patio se asustó con la vibración del metal, dio un salto y corrió a buscar refugio. El gato pasó entre las piernas de Isma, que para mi sorpresa intentó agarrarlo, y se escapó por el muro.
A partir de ese día, notamos con las maestras que Isma miraba continuamente el muro por donde había escapado el gato.
No habían transcurrido dos semanas del hecho, cuando llevé a la escuela una nueva canción llamada “El gato maravilla” que compuse con mucho cariño. La grabé en “estudio” con las mejores posibilidades tecnológicas que me ofrecían al momento: violines, flautas, guitarra, teclados, batería y mi voz haciendo de gato o perro según lo solicitase la letra.
Cuando encendí el equipo de audio y comenzó la canción, para la sorpresa de todos Isma se puso a “gatear” y maullar. Luego se incorporó, fue hacia el muro y repitió en forma fuerte y muy clara: ¡Gato! ¡Gato miau!
No puedo explicar qué mecanismo hizo que aquel niño reaccionara así, lo cierto es que a partir de ese día Isma comenzó a participar en las actividades.
Estuvo en una coreografía junto a sus compañeros y si bien al principio balbuceaba la letra, terminó el año cantando el estribillo con voz estentórea; repetía y repetía con gran ahínco: Es el gato maravilla y sus ojitos le brillan, si aceitunas le ofrecen para comer…
Mis ojos, oídos y corazón fueron testigos del poder de la música y la magia sanadora del “Gato maravilla”.