Elario de Stockhausen, obispo, llegó como todos los días a su despacho en la Ringstrasse. Desde el edificio, que conserva el encanto de la zona antigua de Colonia, se divisa el Rin (pudo ser, también, Viena y el Danubio) paisaje en movimiento, con su intenso tráfico de barcazas sobre la poluta belleza de sus aguas. El alto dignatario eclesiástico, saludó con apenas perceptible movimiento de cabeza a los atareados amanuenses. Los hombres, por su gran actividad sin duda, no parecieron percatarse de su presencia.
Encima de su escritorio, Elario encontró un sobre amarillo. Primero pensó que se trataba de una broma. Absurda idea. ¿Quién se atrevería a gastarle una broma a un obispo? De todas maneras, era bastante curioso que el sobre estuviera dirigido a «san Elario». Un hombre de Iglesia está por encima de las vanidades mundanas. Así que su segundo pensamiento fue el error. Sí, sin duda es un error. Salvo que… ¡No, vade retro, aléjate de mí, tentador! Luchó contra el sentimiento contradictorio que le inundaba el rostro con un sarpullido escarlata. Rechazó la idea de plano, por falta de antecedentes. Él estaba perfectamente al tanto de las disposiciones que regulan el tema. No pudo, empero, evitar un imperceptible temblor de la mano que abrió el sobre empuñando un elegante cortapapeles. Adentro, en vez de una bula pontificia como en su secreto fuero esperaba, había unas líneas con la firma de sor Anges. No las leyó. Tenía otros asuntos que concitaban su urgente atención. Seguramente otro pedido de ayuda para la Congregación de Hermanas que sor Anges dirigía con mano férrea, hace quién sabe cuántos años.
Contempló el Rin. Ya el otoño recortaba la luminosidad del día. La procesión de luces fluyendo río abajo, se le antojó un cortejo fúnebre; el tañido de las campanas llamando al Ángelus, una endecha. Cerró la ventana. El viento atardecido le arrancó un escalofrío. Le vino a la mente el sonido con que Vivaldi resuelve el Invierno. ¡Qué violinista este Menuhin! «De Judea», que eso significa su nombre en hebreo: Yehudi. ¡Cuántos virtuosos judíos! Stern, Heifetz, Elman, Milstein, Oistrakh … En cuanto a ese veneciano prete rosso pelirrojo, no habrá hecho carrera en la Iglesia, pero como compositor, hay que sacarse el sombrero. No importa que haya escrito quinientas veces el mismo concierto. Pensó en la sucesión de los días y de las noches. En la sucesión de los veranos y los inviernos.
¿Cómo Borges, un hombre de lucidez excepcional, pudo dudar de la existencia de un reloj universal? Y el reloj prefigura al Relojero. ¡Pobre Borges y su ceguera interior! ¿Es en El Libro de Arena que dice: ¿El hombre es un muerto que conversa con muertos?
Repitió el pensamiento en voz alta. Los secretarios no se inmutaron. Estaban acostumbrados a responder solamente al sonido del timbre, como los perros de Pavlov. Uno de ellos entró al despacho del prelado, los pasos perdidos en la mullida alfombra. Tomó una de las sillas finamente labradas y sin mediar palabra la acercó a su escritorio. El implícito voto de silencio respetado una vez más. Algo en la actitud del escribiente le resultó chocante. La cultura post-conciliar –pensó. Sin duda, desde el Vaticano II, de algún modo, se había resquebrajado el principio de jerarquía…
Volvió su interés nuevamente al sobre. ¿Dónde estarán las gafas? ¡The glasses, the glasses! ¡My kingdom for my glasses! Acercó el sobre a la luz de la lámpara. Estaba casi seguro de que decía «san» Elario. Es imposible. Primero, porque es necesario haber llevado una vida heroica. Bueno, la de él lo era… Segundo, porque se necesita haber obrado dos milagros. Uno, podía ser. Recordó la parroquia rural de donde había salido. La niña enferma, desahuciada, desmirriada, extenuada, enteca, consumida. Las oraciones. La recuperación. Además, antes de la canonización está la beatificación. Pruebas, testigos, expedientes voluminosos ante la Congregación para las Causas de los Santos. Si Isabel de Castilla, que tanto hizo por la Verdadera Fe, no ha logrado su reconocimiento, ¿qué podía esperar él, el más humilde Siervo de los Siervos de Dios? Claro que lo de La Española, tenía fuerte oposición de ciertos grupos muy poderosos. Él, en cambio tenía la ventaja (curiosa ventaja) de ser un desconocido. Tal vez no tanto como desconocido, pero comparado con Isabel…
¿Y el segundo milagro? Es cierto que uno a veces intercede por milagros sin saberlo. ¡Son tan misteriosos e infinitos los caminos del Señor! Así que sería cuestión de buscar un poco. Repasó su vida plena de virtudes heroicas. Algún otro milagro debía haber. Después de todo, eso no era asunto de él, sino tarea de otros. ¡Ah, estaban ahí! Siempre el mismo problema con los lentes: para buscarlos, hay que tenerlos puestos. Ahora podría leer. «Súplica para la intercesión de san Elario de Stockhausen». No hay duda, dice «san»…
De pronto tuvo su apocalipsis. La verdad -adecuatio rei et intelectus- lo iluminó con todo su esplendor. Además, de los milagros y la burocracia eclesiástica, hay otro requisito imprescindible para ser canonizado: es necesario estar muerto, se dijo con un suspiro de alivio.
Afuera, una luna encinta, tendía redes de plata sobre las lorzas del río.
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