Algún día tenía que suceder, porque para estudiar en la universidad hay que bajar a la capital. Pero distinto es enfrentarse a la cruda realidad de las cosas. En verdad, Tito y yo adoramos a nuestra hermana menor. Aunque no debe confundirse amor y convivencia. Sobre todo, cuando la biblioteca se transformó en aposento de Sabrina, rosa pálido, cortinado en voile con esos odiosos voladitos. La “biblioteca”, no es más que los cinco metros cuadrados que corresponden al cuarto chico del apartamento de dos dormitorios, donde vivimos gracias a la voluntad y al sacrificio de los viejos, que nos giran la mesada desde nuestro Salto natal. Así, quedamos confinados al gueto del cuarto grande, cada vez menos grande, a medida que reuníamos nuestras dispersas pertenencias. Creo que lo peor fue tener que vestirse para salir. No sé si en realidad a sus amigas les molestaba tanto como decía Sabrina, pero se nos prohibió andar en calzoncillos, “por lo menos cómprense bóxeres y no esos eslips ridículos”, tal la versión de nuestra amada hermanita.
Otro tema conflictivo fue el asunto de los platos. ¿Qué necesidad había de lavarlos ya, como si fuera el fin del mundo? Tito y yo los amontonamos en torres de Pisa hasta que necesitamos alguno. ¡Y lo del baño! Sabrina dispone del codiciado espacio dos horas diarias y nos deja el calefón exhausto. Después, lo desenchufa para secarse el pelo –que nos llamó la atención– se lava religiosamente todos los días. Claro que alguna de las amigas no estaba mal. Pero nosotros no precisábamos servicio a domicilio y nos negamos a pagar tan alto precio. Por otra parte, para qué queríamos compañía femenina si no teníamos dónde procesarla. Fue Tito, o tal vez yo –lo que no tiene mucha importancia porque como somos gemelos hay veces que no sé si él es él o soy yo– quien acuñó la idea de lo que llamamos “doctrina del espacio vital” o lebensraum. Tenía una formulación muy sencilla: “Dos es compañía, tres, aglomeración; recuperemos el territorio perdido”.
Descartado el fratricidio, que se nos antojó vulgar y un poco extremo, pasamos a otras alternativas. Plan A: comprar o arrendar otro apartamento más grande. Tenía el inconveniente de la falta de recursos. Carecíamos de fondos propios y las arcas paternas apenas sobrellevan los costos actuales. Plan B: desembarazarnos de Sabrina. ¿Pero cómo? Porque con desearlo no era suficiente. Debíamos encontrar un medio incruento. Estas largas cavilaciones nos ocupaban gran parte del tiempo libre. Y como no se puede estudiar y pensar en otra cosa, perdíamos un examen tras otro. Mientras, Sabrina, ignorando el tormento mental que sufríamos y seguramente porque su carrera era más fácil –mayor capacidad excluida dadas sus características antropológicas– avanzaba triunfante, ingenua y fragorosa sobre nuestros transidos despojos. Cuando ya estábamos a punto de considerar una rendición honrosa, apareció Berrutti. Ernesto Joaquín Berrutti Costa.
Me acuerdo del día que mandó rosas rojo pasión, con una tarjetita que Sabrina nos ocultó rápida y eficientemente. Lo recuerdo porque coincidentemente, Tito perdió Química por sexta vez. La cuestión es que Sabrina se empezó a ocupar de Berrutti. Un día al cine, otro a McDonald’s. Infusamente sentimos que por ahí andaba la solución. Además, no era mal tipo. Y después de todo, era asunto de Sabrina. Aunque tampoco le íbamos a permitir que se hiciera el vivo, nada más porque nuestra hermana es del interior y es sabido que estos tipos de la capital tienen otra idea de las cosas. Claro que lo mismo pasa en Salto, pero es distinto que sea la hermana de uno, a que sea la hermana de otro. Por si acaso lo vigilábamos entre Tito y yo. Siempre estaba alguno de los dos en el apartamento. Por supuesto que, si lo iban a hacer, aunque no en suelo sagrado, igual no había forma de evitarlo, porque cualquier salida de esas… en vez de ir a comer hamburguesas… o, en fin, no tenían por qué no comer. A Berrutti lo tratábamos bien, pero con cierta frialdad, no frialdad, sino como para que se diera cuenta que donde se hiciera el loco le reventábamos la cabeza. Tampoco con grosería, ni nada de eso. Solo que supiera. Y creo que sabía, porque era siempre muy formal, como si en vez de hermanos, fuéramos los padres de Sabrina. ¡Lo que nos faltaba era esta preocupación adicional! ¡Goleros del arco de Sabrina!
Sabrina acumulaba flores, cine, hamburguesas, virgencitas y otros objetos, que como no cabían en el cuarto, empezó a ponerlos en el living. Tenía el único sofá, cubierto de ositos de peluche y si los retirábamos para tomar café –que era nuestra única diversión– luego debíamos ordenarlos cuidadosamente so pena de escándalo. Berrutti mientras tanto hacía carrera en la empresa. Las flores aumentaban de tamaño según su progreso. El día que llegó la primera orquídea, Tito, estoy seguro de que fue él, tuvo una revelación: “Loco, acá hay casorio y sabés una cosa, es lo mejor que nos puede pasar”. Tito es brillante, siempre tiene ideas geniales, pero con esta se pasó. Sabrina se casa y se manda a mudar. Bien y… ¿en qué podemos cooperar? Desembarazarnos de Sabrina… ¿desembarazarnos? La luz, una luz resplandeciente nos envolvió, cálida y protectora. Inmediatamente nos pusimos en acción. “Chau Sabrina, mirá que volvemos tarde”. Berrutti no era tonto, así que se quedó en el molde. Y lo debe haber hecho muchas otras veces, hasta cerciorarse de que no había truco ni doble fondo. Entraba Berrutti y nosotros mutis. Y por aquello del cántaro y la fuente, un día nos enteramos de que la nena se casaba de apuro, para sorpresa de nuestros padres y secreta alegría de la hermandad.
Hoy terminamos la mudanza… para el cuarto chico porque el sueldo de Berrutti no daba y, por ahora, van a vivir acá.
Cuando nació Ernestito (3 kilos y medio Apgar 9) nuestro hogar se pobló de llantos y silencios. Que-se-durmió-bajen-la-radio. El tema del baño se tornó realmente espinoso. Sobre todo, en invierno. Había que eludir los pañales saltando sobre la estufa de cuarzo, abrir la cortina del duchero, constatar que no hubiera camisas colgadas, mudar las tolderías para el living, bañarse rápido y reponer todo cuidadosamente en su lugar. Tiempo estimado de la operación: 10 minutos. Para ese entonces, Tito y yo habíamos conocido (bíblicamente hablando) a Nelly (oriental, divorciada, 26). Nelly vivía sola desde su insuceso matrimonial, en un apartamento en la Av. Agraciada cerca del Viaducto. Tito la visitaba lunes, miércoles y viernes y yo martes, jueves y sábado. Los domingos, como aprendimos en el colegio de los Hermanos Capuchinos, durante nuestra cercana niñez salteña, es día de guardar. La solución era perfecta: Nelly feliz y nosotros cómodos. Duplicamos el espacio vital alternando nuestra presencia en casa, a cambio de un módico esfuerzo para nuestros 22 años. Pero como nada dura en este mundo, a Nelly se le ocurrió, esas cosas de las mujeres, casarse y tener hijos. El problema es que debía hacerlo con uno de los dos (casarse) y eso rompía el statu quo. Porque una cosa es un menaya truá, ordenado y prolijo como llevábamos y otra cosa es tener relaciones íntimas con la mujer del prójimo y peor si es el hermano. Además, Nelly no tenía muy claro de cuál de los dos estaba enamorada, pero eso más bien, era problema de ella. Intentamos convencerla de variadas maneras que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. Hasta tuvimos una reunión plenaria para sorpresa de alguna vecina que creyó estar viendo doble. Nada. Firme y dura como una roca aducía los clásicos argumentos femeniles, conque las/algunas mujeres (tache lo que no corresponda) fingen razonar. Así que volvimos al camarote fortalecidos con una rica experiencia. Las cosas no marchaban entre Berrutti y Sabrina. Ese fenómeno que llaman “fatiga de los materiales” se manifiesta cada vez más temprano. Un buen día, Berrutti agarró sus cuatro camisas y dos calzoncillos (nos dimos cuenta porque faltaban en el tendido del baño) y se mudó a la casa de su madre, que suele ser el primer paradero de los fugados. Sabrina trabaja con un abogado amigo y nosotros nos turnamos para cuidar a Ernestito mientras hace los juzgados.
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