A la memoria de Amado Nervo (México 1870-Uruguay 1919)
Aquella tarde, al igual que otras, Don Giuseppe cargaba su canasta de jazmines en el brazo izquierdo. La rambla montevideana se extendía hasta perder su serpentear en el horizonte. Era domingo, ese día tan especial añorado durante toda la semana. No con el objetivo de las parejitas jóvenes que veía pasear alegremente de la mano y lanzarse miraditas provocativas y susurros al oído. Pero ¿qué hacía él ahí?
Su pregón con acento siciliano, “jazmine, jazmine, jazmine, jazmine”, no sonaba extraño en un joven país que había abierto de par en par sus puertas a la inmigración. Por momentos la ciudad se comparaba con la Torre de Babel. Chispazos llegaban a su mente de la pobre infancia insular, una adolescencia en los olivares trabajando a brazo partido. Luego, la gran decisión: ir a hacer “la América”. Los comentarios vertidos en las cartas por los ya idos se hacían gigantes en las repeticiones de las madres del pueblo.
El viaje, él y Antonieta solitos con su amor y sus sueños hacia tierras extrañas, al poco tiempo, el accidente en la fábrica. Su saldo: la pérdida de la mano izquierda.
Adiós al trabajo, bienvenidas las necesidades. Y como si fuera poco, inmediatamente la enfermedad de Antonieta. Los pocos ahorros se fueron en medicinas, doctores, y para colmo de males un desenlace trágico. Solo le quedaba el consuelo de haberla amado como a nadie. La soledad se hacía insoportable, los recuerdos más…
Al ver esas parejas de jóvenes no se le despertaba envidia; era un hombre bueno, pero el pensamiento era “que no fueran a sufrir como él”. El domingo significaba buenas ventas y el recuerdo de las caminatas por la rambla con Antonieta. Sin importar clases sociales, la sociedad montevideana se encontraba allí en pleno las tardes de domingo. Los galanes obsequiaban blancos jazmines a sus amores.
Había decidido cambiar de sitio; la inauguración de la mole blanca, bautizada con el nombre de “Parque Hotel”, llamaba a los curiosos hasta formar multitudes que observaban el coloso de color blanco. Pasaban dos paseantes a su lado y comentaban lo maravilloso de la obra, oyó decir a uno de ellos: “que era de estilo ecléctico y afrancesado”.
Corría el mes de abril de 1919, en Uruguay se vivían años de bonanza, exportando materias primas al viejo continente. La clase alta, a través de frecuentes viajes a Europa, adquiría un modelo de vida, a imagen y semejanza del parisino de la época, conocido como “Belle Époque”. Montevideo, su capital, se erguía junto a su hermana Buenos Aires de allende el Plata, en centro económico y cultural del momento. Y Giuseppe aportaba jazmines…
Una tardecita otoñal, vio llegar a un hombre delgado, enjuto, de ojos tristes, calva pronunciada sobre la frente; traje gris impecable, y un caminar lento, pausado. Este se inclinó sobre la canasta, le entregó un peso de oro, tomó un jazmín y lo colocó en la solapa derecha del saco.
Giuseppe, al querer darle su cambio, recibe como respuesta un leve ademán con la mano derecha y la palabra “gracias”. El caballero se retiró lentamente, cruzó la avenida seguido por la mirada del vendedor. Su pago correspondía a la venta de media canasta; solo tomó una para colocarla en el ojal del saco. Y entró en el Parque Hotel.
Giusseppe sonrió, tomó su canasta; la llegada del misterioso cliente coincidía con las últimas luces del día; un sol carmesí, moribundo, se reflejaba en el agua del Río de la Plata. Se fue caminando lentamente con el peso de los años a cuestas. Al día siguiente, decidió caminar por la rambla, la brisa se sentía fría, pronóstico de un invierno crudo y tempranero. Esta era la peor época del año para las ventas.
Su amigo Mario, el florista, después del accidente lo había metido en el negocio: “Venda jazmines, es como la flor nacional, a todos les encanta”. Había tomado la canasta que estaba arrumbada en un rincón del dormitorio; bueno, era un decir, era la única habitación multifuncional, exceptuando el baño.
Esa canasta era la que Antonia usaba para vender “panettone” casero, que amasaba con sus propias manos. ¡Cómo extrañaba aquellos olores! Con esos recuerdos en su mente y sin darse cuenta llegó frente al Parque Hotel. Se sentó en el muro de cemento frío, la canasta a su lado parecía estar rebosante de copos de nieve.
A lo lejos se divisaba la Isla de las Flores. Según le contaron, llevaba el nombre por un expresidente que hizo construir una cárcel en ella para sus opositores. El vuelo de una gaviota, casi suspendida en el aire, parecía marcar el sendero por el que venía aquel hombre caminando.
Se le veía encorvado, con su mirada en el suelo. Al llegar donde Giuseppe, metió su mano en un bolsillo del saco, extrajo un peso de oro y tomó el jazmín; repitiendo el ademán de días anteriores, lo llevó hacia la solapa, colocando la flor. Con voz varonil agradeció y cruzó lentamente la calle, luego de dejar pasar un Ford T con su acostumbrado ruido, y se metió en el Parque Hotel. Don Giuseppe apenas alcanzó a contestar el saludo; nuevamente el caballero declinó recibir su cambio cortésmente. Al extraer la flor de la canasta; el amable caballero fue observado minuciosamente por el vendedor. Este miró atentamente una bandera en la solapa izquierda del saco del hombre. Tenía los mismos colores que los de su lejana Italia, se diferenciaba por lo que parecía ser un águila en el centro. No se atrevió a preguntar.
Mueren los días, la brisa se convierte en frío, la acompañan lloviznas. El agua corre raudamente por los cristales de la ventana.
Giuseppe decide visitar a Gianni, un paisano que vende periódicos. Con él practica el trueque. Después de platicar sobre sueños no realizados y la muy lejana Italia, le deja un ramo de jazmines para su esposa y trae periódicos viejos con los que envolverá su mercancía.
Ha pasado el mediodía, sube al tranvía y regresa a casa. No ha parado de llover, otro día perdido. Deja los periódicos sobre la mesa, se prepara un té y se sienta a ojearlos. Toma al azar un ejemplar del diario El Día, el del Partido Colorado. Al ver la primera página, sus brazos se ponen tensos, la respiración se entrecorta, aprieta el periódico.
Ve la foto del hombre de mirada triste, el caballero misterioso; el titular a varias columnas rezaba: “Al amanecer de este día, los médicos rodeaban su lecho”. Entre ellos no había consuelo: lo inevitable era inminente. La dolorosa noticia circuló inmediatamente por toda la ciudad de Montevideo, el poeta Amado Nervo había fallecido en Uruguay. Se conoció la triste noticia en su patria lejana, el hermoso México y en el mundo.
Nubes oscuras epilogaban la jornada. Continúa lloviendo muy penosamente. Levantó los ojos del periódico en los que tenía lágrimas de verdad. Era él. El poeta del jazmín en la solapa. ¡Estaba muerto!
Washington Daniel Gorosito Pérez
Primer premio en Narrativa
Asociación de Escritores del Interior (AEDI)
Washington Daniel Gorosito Pérez nació en Montevideo en 1961. Escritor, poeta, ensayista, investigador, periodista, sociólogo, catedrático universitario, analista de Información Internacional y Defensa en periódicos de Uruguay, México y Ecuador. Radiado en México desde 1991, obtuvo la ciudadanía legal en 1999. Parte de su obra ha sido traducida y publicada en inglés, ruso e italiano.
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