En la edición anterior nos referíamos a H. P. Lovecraft y su círculo de escritores. La asociación se fue formando en torno a sus publicaciones en la revista Weird Tales. El medio en cuestión, fundado en 1923, era una de esas publicaciones pulp (papel barato, encuadernadas en rústica y precios accesibles al gran público), exitosas en los EE. UU., sobre todo, en los años veinte y treinta.
Yo no había leído There are more things, el cuento de Borges en homenaje a Lovecraft, cuando escribí El Secreto. Tampoco pretendo tributo alguno a Lovecraft o a Borges, sino parodiarlos a los dos. Espero que estas constancias me sirvan de excusa.
No tienen cuerpo y se mueven lentamente a través de ángulos alucinantes.
Frank Belknap Long
A veces mirar hacia atrás nos convierte en piedra. Aún con ese riesgo, no hay otra forma de vindicar la frescura del tiempo escondido tras las brumas de la infancia. Tiempo de verano despreocupado, de tardes pescando bogas en Aguas Corrientes, de tía Mita friendo montañas de churros que comíamos bajo el parral.
Aquel verano de 1962 fui como siempre a pasar las vacaciones a la casa de mi abuela en Santa Lucía. Todavía estaba la cocina a leña y el armatoste de madera adosado a la pared con el que, manija mediante, nos comunicaba la telefonista ante nuestro conjuro de “señorita por favor”. La abuela rondaba por el fondo entre los limeros y el cedrón, y aparecía de pronto con una gallina desnucada por el golpe seco de sus fuertes manos. Mi hermano y yo, cuando no leíamos El Tesoro de la Juventud o jugábamos con la perinola, vagábamos por la casa haciendo un minucioso inventario de antigüedades varias. Una de esas incursiones de rutina cambió mi vida.
En un viejo cofre fort que fue verde inglés y que ahora era de un desvaído indescifrable merced al paciente trabajo del sol filtrándose por los losanges vidriados de la biblioteca, encontré lo que parecía ser una antigua edición de De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, en traducción catalana de Morel de Sal. Yo no sabía (¿cómo puede saber un niño de doce años?) la importancia del hallazgo. Cuál no sería mi sorpresa cuando años después, leyendo a Borges, topé con una mención del libro. Llamó mi atención que el autor, en un breve prólogo a Ficciones, fechado en 1941, afirmara: “Mejor procedimiento es simular que estos libros no existen”.
Imaginen ustedes la ansiedad que me invadió hasta el regreso a la vieja casona. Encontré el libro en el mismo lugar, hecho que me sugirió que mi tía, único habitante de la casa a la sazón, ignoraba su presencia. El deterioro del volumen no permitía verificar la fecha de edición, no obstante, lucía antiquísimo. En una de las primeras hojas divisé un tenue ex libris. La lupa me permitió reconocer la firma: José Enrique Rodó, 1900. A falta de una mejor asignación temporal (no disponía en ese momento de los medios técnicos necesarios) tomé como absurda hipótesis de trabajo, que el libro tuviera la misma fecha de edición. Borges nació en 1899. ¡No podía, entonces, “simular que estos libros no existen”! Se plantearon a mi imaginación exaltada varias cuestiones: ¿Por qué mi abuelo (indudablemente estuvo en su poder) tenía un ejemplar de esta obra extraña, celosamente guardado en una caja fuerte? ¿Por qué la firma de Rodó? ¿Qué vinculación habría tenido con mi abuelo? ¿Por qué Borges pretende hacer creer al lector que el libro no existe? ¿Por qué precisamente yo tuve que encontrarlo?
Intenté contestarme las preguntas más fáciles. Rodó tenía una quinta en Santa Lucía, localidad que a principios del siglo XX era frecuentado lugar de veraneo, a influjo del río que había hecho prosperar una ambiciosa industria turística. En 1900, el insigne escritor tendría unos treinta años de edad y mi abuelo dieciocho. Debo suponer que no fue hasta unos años después, que el libro llegó a sus manos. Tampoco es imprescindible que se lo hubiera dado el propio Rodó. Aunque sé, por comentarios de mi madre, que no solamente se conocían, sino que ocasionalmente coincidían, por razones de su común militancia en el partido colorado. Pero eso fue entre 1910 y 1917, año en que Rodó murió en Palermo víctima de una extraña fiebre.
Me resultó claro que mi abuelo sabía (o intuía) la importancia del libro (eso explicaría su rigurosa custodia). Desde entonces comencé una larga y, por qué no decirlo, poco fructuosa investigación para determinar la autenticidad del libro. Por razones de comodidad me dirigí primero a la Biblioteca Nacional. Supondrán ustedes que el texto no figuraba en catálogos. Luego a la Biblioteca del Poder Legislativo, segunda en importancia del país.
Entonces, enfrenté mi segunda sorpresa.
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