La concepción del universo actual, con un infinito reglado por rigurosas leyes matemáticas, sujeto a un orden racional que gobierna los espacios infinitos hizo surgir el clamor de Pascal ante la soledad del hombre, su pequeñez, enclavado entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Esa situación de angustia frente a la soledad cósmica del hombre no se daba en el mundo homérico del siglo octavo antes de Cristo, época en la que Emile Mireaux (“La vida cotidiana en tiempos de Homero”, Ahashette, 1962) sitúa la culminación de la escritura de La Ilíada y La Odisea, por los Homéridas.
El mundo homérico era un mundo pequeño, a escala humana, que esquemáticamente consistía en un disco de 2000 kilómetros de radio y una superficie equivalente a 20 veces la de Francia. Ese disco estaba circunvalado por una caudaloso río, que fijaba los confines del mundo y el universo homérico tenía su centro en el santuario de Delfos, “el ombligo del mundo” para los griegos.
Más allá del tenebroso río que circunvalaba el mundo estaba el reino de las sombras y lo habitaba el pueblo de los Simerios. Es un confín del mundo al que llega Ulises y se detiene ante su oscuridad, sombras y vapores tenebrosos.
El cielo homérico era una bóveda de bronce, personificada por Urano en el cual estaban las estrellas y más abajo el éter y las montañas en las que se ubicaba la residencia de los Dioses, el Olimpo.
Más abajo, la Tierra, morada de los hombres; y el mundo subterráneo, el Hades, morada de los muertos, regida por Perséfone y Hades.
Es de señalar que la bóveda de bronce o los cielos, se sustentaban en pilares que sostenía el Dios Atlas.
Hesíodo, el poeta campesino, dice que si se arrojaba un yunque desde la extremidad del cielo homérico a las profundidades donde estaban los antiguos Dioses derrocados y castigados por Zeus, el yunque demoraba nueve días para caer a la tierra y nueve días para llegar a los confines de sus profundidades.
El Sol era un disco luminoso que en su cara que daba a la tierra proyectaba luz, y en su cara posterior sombras.
El mundo Homérico, vital y animado
Como referencia, conviene señalar, que los griegos primitivos de la época homérica no tenían la concepción del espacio sino que consideraban la extensión de los objetos y no lo que los separaba; concomitantemente no tenían la concepción de lo infinito sino de lo inacabado siendo la concepción del infinito un aporte que formulará en el siglo V el filósofo Demócrito.
Este es el crisol fundamental en el que nacerá la civilización occidental y se puede aseverar que respondía a una interacción o relacionamiento profundo de los Dioses entre sí y de los Dioses con los hombres. Los Dioses intervenían permanentemente en la vida de los hombres, determinando sus acciones y peripecias, a veces con arbitrariedad y capricho. Así, en la Guerra de Troya, toman partido por uno u otro de los bandos, Aqueos, Griegos y Troyanos, siendo proverbial el apoyo de Venus a su hijo Eneas o el apoyo de Tetis a Aquiles, así como de Venus a los Troyanos, y en especial a Paris, raptor de Helena y origen mítico del conflicto.
En ese mundo de interacción entre Dioses y Hombres aquellos se manifestaban adoptando diversas formas de hombres o animales, o enviando señales premonitorias a través del vuelo de los pájaros, de los sueños y de la inspiración de los adivinos y profetas.
En el terreno de la profecía descuella el santuario de Delos, dedicado a Apolo, que llegó a adquirir –como muchos de los santuarios griegos- una inmensa fortuna y prosperidad gracias a su excelente “banco” de informaciones que facilitaban las profecías.
Los griegos estaban atentos a los extranjeros, a los huéspedes (las reglas de la hospitalidad eran muy estrictas y cumplidas) pues conceptuaban que detrás de cada desconocido podía estar una entidad divina que adoptaba esa forma. Así Ulises, cuando ve a la hija del rey de los Feacios, Nausicaa, deslumbrado por su belleza, le pregunta si era mujer o Diosa.
Atenea, en la Odisea, se revela como personaje humano en múltiples oportunidades para darles mensajes a Penélope y Telémaco, y a veces culmina su aparición transformándose en pájaro (golondrina en el episodio de la matanza de los pretendientes).
“Los hombres, por su locura, se atraen males que no estaban en sus Destinos”
Pero no solo tenían animación, vida, las figuras humanas o animales o las señales y augurios, sino que los mismos ríos, islas, cosas, eran pequeñas deidades a las que había que respetar y observar.
Dioses, Destino y Libertad Humana
Señoreando el mundo y la vida cotidiana de los griegos, los Dioses se le manifiestan y actúan permanentemente, pero su voluntad no es omnímoda sino que por encima de ellos existe un orden eterno, universal e inexorable, el destino, Sino o Moira, que ni los Dioses podían ultrapasar. Pero, a su vez, ese orden inexorable no era caprichoso sino que tenía la finalidad de equilibrar, regular, y armonizar el universo.
Hasta tal punto llegaba la preeminencia del destino que Zeus no pudo salvar a su hijo Sarpedón en la Guerra de Troya porque su Sino o Destino indicaba que debía morir.
Pero el hombre tiene un margen de libertad, de construcción de sí mismo, que Zeus gráficamente señala que: “los hombres, por su locura, se atraen males que no estaban en sus Destinos”. Es el pecado de Hibris o soberbia, desmesura, que les provoca la caída. Así, en ese sentido, Egisto, que mata al rey de reyes Agamenón, había sido claramente advertido de que si cometía crímenes se perdía y no atendió la indicación.
El mundo homérico es un mundo animado, viviente, interrelacionado, y como dice Mireaux, en el sentido técnico de la palabra, dotado de encantamiento.
En la concepción homérica del Universo asoma un principio de racionalidad suprema que será el signo distintivo del desarrollo de la cultura occidental
Es un universo en el que los Dioses dependen, en alguna medida de los Hombres, de sus sacrificios, libaciones, veneración, y los hombres obviamente de los Dioses. Pero constituyendo las partes un todo equilibrado y señoreado por el destino que también obedece a sus propias reglas.
Esa intervención del Destino está augurando lo que Mireaux señalaba en la concepción del universo vigente en el Siglo XXI de racionalidad, equilibrio y proporción. Asoma en la concepción homérica del Universo un principio de racionalidad suprema que será el signo distintivo del desarrollo de la cultura occidental, de la que Grecia es cuna y guía insoslayable.
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