«A todos los hombres le son reveladas todas las cosas o, por lo menos, todas aquellas cosas que a un hombre le es dado conocer», dice Borges en su cuento La noche de los dones. Se refiere a esas «dos cosas esenciales» que son «el amor y la muerte». Esos fueron los dones que el protagonista recibió en su apocalipsis nocturno.
Juan Manuel Blanes fue un gran artista, por eso pervive en la memoria de su pueblo. Pero era solamente un hombre y, como tal, sujeto a los mismos avatares.
¿Conoció el amor? En el sentido que le da Borges en su relato, seguramente. En el de «deseo de unión, [que] nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear», que le da la RAE, tal vez. ¿Conoció la muerte? Eso, sin duda. La de los otros y la suya propia, y en ese sentido fue igual a todos los hombres.
Raúl Montero Bustamante se ocupa, en su biografía sobre el artista, de la última etapa de su vida. Blanes, igual que Rodó, murió lejos de su patria. Si nos ajustamos a lo que son las propias declaraciones del artista en su correspondencia, en situación muy desgraciada. Había muerto su esposa que, con santa paciencia, había soportado las varias infidelidades de su marido. También su hijo Juan Luis había perecido en un accidente. Luego su hermano Mauricio. Y finalmente, su hijo Nicanor estaba desaparecido en Europa. En suma, el objeto del último viaje de Blanes a Europa y a su destino fue el de encontrar a Nicanor.
Últimas cartas
Montero Bustamante en su texto Las últimas confidencias de Juan Manuel Blanes (1943), recoge fragmentos de la correspondencia mantenida con su amigo, el entonces director del Museo Nacional, don Juan Mesa. Procura con eso, dice, adentrarse en la psicología e intimidad del pintor. Las cartas estaban en poder de uno de los hijos de Mesa y cubren el lapso de 1895 a 1901, año de la muerte de Blanes. Pero resultan de particular interés las escritas desde 1898, en que partió para no retornar vivo.
Es sabido la vinculación de Blanes con Carlota Ferreira y sus famosos cuadros. José María Fernández Saldaña –que durante el desarrollo de esta historia era un niño– parece impresionado por la dama del retrato. En su biografía de Blanes escrita en 1932 se refiere a «La expresión de esta mujer hermosa, de temperamento tan complejo» y la define como «una pintura que se podría decir mordiente, en cuanto ella queda grabada en la memoria». Otros biógrafos acudirán a «los cánones de belleza de la época». Lo cierto es que el retrato de Carlota no coincide con la visión más idealizada de Demonio, mundo y carne, que ilustra esta nota, y que partió del mismo modelo.
Es conocido también que luego de ese amorío con Blanes, la reincidente Carlota se casó con Nicanor en Buenos Aires –el 30 de julio de 1886, según investigara Diego Fisher para su trabajo novelado sobre Carlota–, y que el matrimonio duró no muchos días.
El hecho en sí no dificultó la relación de Blanes con su hijo, pero según afirman, el joven entró en un estado depresivo. En 1890 viajan Juan Manuel y Nicanor a Europa a encontrarse con Juan Luis radicado en Italia. El viaje no parece haber mejorado mucho el ánimo del joven. En una de sus cartas, consigna Saldaña, Blanes señala como digno de destaque que «Nicanor habló» unas pocas palabras. Blanes volvió a Montevideo en 1901 y Nicanor se quedó en Europa.
Sin noticia alguna de Nicanor, Blanes decide ir a buscarlo. El dos de noviembre de 1898 se embarca en el Orione, junto con una dama italiana, que había venido de Europa recomendada por Nicanor. «Demasiado incorrecta de formas para ser buena modelo, era a la vez demasiado joven para ser una simple ama de llaves», dice Saldaña con ironía.
No la de Dante
Veintiún días después, la particular pareja arriba al puerto de Génova. En ese entonces, Blanes con sus sesenta y ocho cumplidos en junio, era para el implacable Saldaña «un viejo valetudinario y rico, unido a una mujer joven conocida a última hora». La italiana en cuestión era Beatriz Manetti, a quien describe este historiador, con un criterio un tanto parrillero, como «de buenas carnes, de tez blanca con cierto matiz moreno». Tendría unos treinta años y «ninguna afección por el anciano».
Instalados en la casa del hermano de Beatriz en Pisa, se abocó de inmediato a lo que se había transformado en una obsesión, a la que él llamaba «mi cruzada». Según Saldaña, contactó al futuro ministro de Relaciones Exteriores, Daniel Muñoz, a la sazón ministro consejero en Italia. Pero no tuvo éxito. Probó luego con el ministro uruguayo en Alemania, pero el auxilio del diplomático no aportó resultados. El paradero de Nicanor seguía siendo un misterio. «Por aquí ando, no sé por cuanto tiempo, casi sin rumbo, recordando la tierra, sus dolores, sus costumbres, y sobre todo los amigos como Vd.», escribe a Mesa.
Ya totalmente sin rumbo, acepta la sugerencia de alguien próximo: Nicanor podría haber ingresado en algún convento. Aprovecha entonces la circunstancial presencia del arzobispo Soler en Roma y le dirige una carta en ese sentido. El prelado le da una respuesta lógica a un planteo desesperado. El 16 de mayo de 1899 le contesta que lo compadecía en su dolor y sobre su pedido le dice que es inútil indagar en esa dirección, «porque su hijo de V. no puede ser admitido en ningún convento, dado su estado, no libre, de matrimonio. Quizás ha querido ocultarse para siempre por los disgustos que le causara la persona que debía ser su auxilio».
Más pesares
Pasaron los meses sin novedad alguna sobre su búsqueda y en medio de su aflicción recibió noticias de la exhibición de su Demonio, mundo y carne en la Exposición de París de 1900. No eran buenas, por cierto. Lo habían colgado en el peor lugar. Le escribe al diplomático uruguayo acreditado en París, un Sr. A. Herosa pidiendo explicaciones. Se ocupa Blanes de aclarar que no persigue propósito alguno de lucimiento personal, «la idea de una recompensa cualquiera no pasaba de un sentimiento consagrado a la patria, y ninguno que se me refiriera, porque, a Dios gracias, no necesito nada de eso que tan perfectamente sienta a un hombre más joven que yo».
Herosa le da una respuesta que da una cabal idea de cómo se cocinaban las cosas en esos tiempos (y que, tal vez, no hayan cambiado mucho). «No habiendo concurrido nuestro país a la Exposición, y no teniendo comisarios ni jurados en ese torneo, nos encontrábamos sin una representación que abogase por V., que ha sido el único expositor uruguayo de que yo tenga conocimiento. Así es que su cuadro fue colocado en el peor sitio, y cuando se distribuyeron las recompensas, no hubo nadie allí para señalar su obra, y aquí no se da ningún premio, que yo sepa, si los jurados del país respectivo no lo reclaman» (resaltados nuestros). Así fue que esa imagen idealizada de Carlota pasó desapercibida.
Ya descartada la idea de encontrar a su hijo le escribe a Mesa: «Estoy deseando volver a mi tierra donde quiero cerrar mis ojos». Le envía un plano de lo que podría ser una vivienda ajustada a sus necesidades y le dice, bajo recomendación de estricta reserva, que piensa retornar a fines de 1901. Quería «una casita chica pero confortable y decentita, entablada, limpia, y fácil de limpiar, con vecindad juiciosa y sin mañas […] con algo así como corral […] donde yo pudiera hacer un estudio [y con] una salita, dos aposentos, un comedor pequeño, y un cuartito para sirvienta».
Un mes después murió. Eran las cinco de la tarde del 15 de abril. Volvió al Uruguay en «una caja de plomo condicionada a su vez en otra de madera de encina».
Beatriz Manetti que lo cuidó hasta el final pretendió que Blanes había testado en su favor, pero el documento nunca apareció.
TE PUEDE INTERESAR: