El paradigma eugenista no sólo fue una piedra angular de la ideología nazi. De hecho, fue una concepción filosófica extremadamente extendida a finales del siglo XIX y los albores del XX. Era un corolario lógico de concepciones en las cuales quedaba claro que se podía mejorar la genética de flora y fauna y que, por ende, fijando un obvio ideal de raza superior y de segmento social digno de ser tomado como norte social. Ese darwinismo social, rápido en desechar débiles y definir segmentos de la población a excluir rápidamente, pareció haber quedado derrotado definitivamente en las playas de desembarco de Normandía y en las trincheras de Stalingrado. El horror de Auschwitz y de los experimentos perversos de hipotéticos científicos nipones en China parecía suficiente. Pero los demonios no mueren, en todo caso dormitan.
Y es por eso interesante, dentro de lo polémico de algunas afirmaciones, rescatar este texto que recupera un momento crucial en la historia de las ciencias sociales. El punto de quiebre de una ciencia al servicio, hablando claro y mal, al servicio de los intereses imperiales de ciertas potencias hegemónicas en el siglo pasado y el advenimiento de modelos teóricos afines a comprender a la humanidad como una sola. Recordemos que la antropología tuvo un rol auxiliar, pero rol asumido, en justificar las campañas hipotéticamente civilizatorias, luego del congreso de Berlín de 1885, en el cual las potencias europeas se repartieron África. La idea era “civilizar”. El genocidio perpetrado por los belgas en el Congo, tan gráficamente descrito por Mario Vargas Llosa en el Sueño del Celta, fue parte del experimento civilizador; pocas veces las fronteras equívocas de civilización y barbarie quedaron tan al desnudo.Con todas las implicancias profundas que tiene dicha afirmación.
Charles King es profesor de Relaciones Internacionales y Gobierno en la Universidad de Georgetown, doctorado en Historia y Política por la Universidad de Arkansas; estudió Ciencias Políticas en Oxford y en “Escuela de rebeldes” recuperó la épica historia de Franz Boaz (1858-1942), un antropólogo norteamericano de origen judío alemán que devino en el mayor adversario teórico de las ideas del supuesto “racismo científico”. Pero Boaz era el rostro visible de un multifacético grupo de estudiosos, gran parte de ellos mujeres, dentro de las que se destacaban Margaret Mead, Ruth Benedict, Ella Deloria y Zora Neale Hurston.
Este grupo de científicos utilizó el saber para demostrar que la humanidad no es una, sino muchas, y que ninguna civilización es superior a otra. En un mundo traspasado por una xenofobia en auge, recordar la lucha de Boas y su círculo se torna indispensable. En contra de la ortodoxia política e intelectual imperante, insistieron en que la unidad básica de la humanidad estaba fuera de toda duda, y que dentro de esta unidad no existía una jerarquía natural de razas, lenguas o culturas. “Escuela de rebeldes” demuestra la manera en la que Franz Boas y su círculo contribuyeron al asentamiento del respeto y la empatía como base para cualquier investigación de la controvertida Antropología Cultural.
Deviene en un relato apasionante del nacimiento de una nueva ciencia; aunque por el texto corren nombres, enfrentamientos e incluso amoríos. El autor consigue trazar un mapa veraz y asimilable del que ha sido, junto con el debate del hombre cazador vs mujer recolectora, el gran debate antropológico del siglo XX.
Un texto imprescindible que reivindica las particularidades culturales en un mundo definido por la globalización. Y lo hace para demostrar que es asumiendo esas particularidades donde pueden encontrarse nexos entre las sociedades, con distintas humanidades dentro de un mismo concepto de Humanidad. O, dicho de otro modo, un texto para recordar los necesarios puentes en un mundo con demasiados muros.
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