Seguramente usted habrá visto alguno de esos álbumes de fotos, de uso hace unos años, con huellas de tijera. Tal vez usted conoce a alguien que, entendiendo que tal o cual personaje no debería figurar en la foto, resolvió el problema a lo Alejandro Magno o a lo Robespierre. El vertiginoso y cruel avance de la tecnología ha enviado al museo a la vieja tijera. Y también al álbum. Ahora solo hay que apretar la tecla que luce «delete» y el pasado desaparece de un solo clic. Porque el trasfondo del tema está en el humano deseo de borrar el pasado. Un vasito de agua del Leteo y el olvido estaba seguro. Esta útil tecla de plástico cumple una función similar, así como suena parecido al oído criollo. Los griegos no daban puntada sin hilo, de modo que contra el Leteo tenían Mnemosine otro producto acuático que recuperaba la memoria, haciendo salir los recuerdos de la papelera de reciclaje.
En verdad el sistema está bien planeado. Hay cosas que es necesario recordar y otras que conviene olvidar. El problema está en que las personas, muchas veces no coinciden, en cuándo aplicar Leteo o Mnemosine. Y el concepto de personas, aquí, incluye a «todas las personas», es decir, también a los historiadores.
Una vieja costumbre
La adolescente -o no tanto- a cargo del recorte tal vez no sabía estar repitiendo una vieja costumbre que conocemos como damnatio memoriae, más allá de que no la inventaron los romanos ni la llamaron así. Tenían, eso sí, la delicadeza de esperar que el gobernante muriera -y a veces, darle una mano en ese proceso- y luego ver si lo colocaban en categoría dios, o en abominable. En el segundo caso, lo borraban de todas las representaciones que hubiera sobre él, monedas, estatuas… en fin, esa forma primitiva del «delete».
Claro que esto no era una decisión individual. El Senado la adoptaba -a veces a instancias del nuevo gobernante-, y luego se tomaba un conjunto de medidas. Los historiadores eran informados que debían execrar la figura del difunto y se dedicaban a destacar sus errores y maldades y agregarle hechos y cifras. Si lo acusaban de ordenar varios asesinatos, decían que eran treinta mil. Registraban esos hechos en la memoria popular, con el doble efecto de que el personaje fuera olvidado y a la vez recordado como la encarnación del mal.
Dentro de lo deshonesto que parece hacer historia con esos insumos, hay que reconocer, que era una decisión oficial que se adoptaba como castigo. En la medida que la civilización ha ido progresando esa costumbre ha perdido vigencia. Me refiero al reconocimiento, claro. La damnatio memoriae se sigue practicando pero no explícita y frontalmente a la romana. La pretensión de objetividad es uno de los enunciados principales de la modernidad. Eso va de la mano con la invocación a los derechos humanos, a su supuesta defensa y a la constancia en insistir que regímenes totalmente tiránicos son «democracias diferentes».
Hace muchos años afirmó Zum Felde que «en el Uruguay la historia no existe, todo es política». Y Rodó advirtió que la historia es o «un camposanto piadoso, o bien un laboratorio de investigación paciente y objetiva […] un recinto al que hay que penetrar sin ánimo de defender tesis de abogado recogiendo en él […] armas y pertrechos para las escaramuzas del presente». Por cierto el genial escritor se refería al «deber ser» de la historia.
La «historia reciente»
El entonces director del Museo Histórico Nacional, Prof. Enrique Mena Segarra entrevistado en 2006 para LaRed21 dijo: «no estoy hablando de historia objetiva porque eso no existe». Para el caso, se refería a la llamada «historia reciente» y a la conveniencia de incluirla en los programas educativos. La objeción que señalaba el distinguido historiador es que está relatada por personas que «conocieron los hechos directamente y los interpretaron […] desde una perspectiva personal». Mena Segarra reclama una historia «equilibrada y honesta», pero no se le oculta que no es factible presentar didácticamente «todas las posiciones posibles». Entiende que la formación de los jóvenes es un valor superior. Entonces, aboga por un consenso nacional, aunque no cree «que estemos maduros para lograrlo».
Es un hecho «inequívoco» que a principios de los ’60, cuando se vivía un clima de total libertad, «un grupo de ciudadanos creyó del caso tomar las armas para imponer otro modelo de Estado y de sociedad». Si a la inversa, se sigue afirmando que «la toma de armas del Tiro Suizo [es] parte del patrimonio nacional», ese consenso nunca se logrará.
Mientras nos apoltronamos a esperar el «fallo tranquilo e imparcial del historiador futuro» que soñó Varela -y que como el personaje de la obra de Beckett, no llega- tratemos de arrebatar la tijera de manos del enemigo. Después de todo, en condiciones adversas, mantener un empate no es un mal resultado.
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