Es muy fácil dar por sentado que las “etiquetas” que le ponemos a la música en forma de “géneros” son algo casi natural, indiscutible o que solo cae, en casos extremos, en manos de expertos. No es algo que nos cuestionemos en el día a día por fuera de alguna discusión de sobremesa sobre si Piazzolla escribía tango o si “L-Gante” hace cumbia, reggaetón, cumbia 420 o si en realidad hace ruido o “antimúsica”.
Aquí hay que tener dos cosas claras, en principio la música, a pesar de ser un arte, está ligada a ciencias que la estudian, lo que nos obliga a tener algún tipo de clasificación para poder estudiarla; y en segundo lugar que la música es en sí un lenguaje con una gramática propia, aunque carezca de semántica. Dicho de otra manera, la música se crea en base a parámetros arbitrarios que ha construido la humanidad a lo largo de los siglos, análogo al lenguaje, pero la combinación de sus signos o expresiones no significan nada sino algo puramente subjetivo al oyente.
La idea de “música clásica” (o música culta, académica o incluso “impopular” como la bautizó Héctor Tosar) como opuesta a la música “popular”, no es un viejo enfrentamiento teórico, son concepciones que solo pasan a tener sentido cuando el fenómeno musical pasa a estudiarse con una base epistemológica tradicional.
Antes del siglo XIX, la mayor clasificación que había para dividir la música dependía puramente de su texto, la música era litúrgica o profana. Los “géneros” eran más bien esquemas que servían principalmente, si no solo, a los músicos; la diferencia entre un madrigal, una sonata y una tocata responde a criterios formales que afectan al escucha de una manera similar a saber si un poema es un soneto en alejandrinos o una cuarteta de pie quebrado. Esto, sin contar que al pasar el tiempo incluso esas etiquetas formales se vuelven obsoletas y no son pocos los poetas que escriben un verso libre titulándolo “soneto” o los compositores que escriben una pieza para orquesta y le llaman “tocata”.
El problema de la clasificación de la música parece ser un nicho que solo tiene sentido para los músicos o compositores, que pueden pasarse la vida tirándose textos académicos los unos a los otros sin salir de las paredes de una universidad. Claro que hay una excepción en esta constante vorágine intelectual que, de repente, empieza a estar en el debate público: cuando llegan las nominaciones a premios y por lo tanto, empieza a haber dinero de por medio.
¿Cómo es música académica esta cosa?
Hace pocos días salieron a la luz las nominaciones a los Grammys, premios anuales que se otorgan a músicos, productores, compositores, etc. que al igual que los Oscars, se otorgan en base a diferentes clasificaciones, entre ellas destacan los Grammys por género musical. Desde su inicio las categorías de Jazz, Pop, y música clásica existían entre muchas otras y era en estos nichos, a veces más grandes, a veces más pequeños, que se daba una “inclusividad” y una oportunidad a muchos artistas de géneros que no mueven tanto dinero como el rock, el pop o el hip hop, para ser reconocidos.
Este año, sin embargo, estas nominaciones crearon una enorme polémica dada la inclusión de dos obras de dos artistas que poco y nada tienen que ver con lo que denominaríamos música clásica. Estas obras de Jon Batiste y Curtis Stewart son, y no lo digo con un ojo conservador, piezas que ni siquiera rozan los parámetros más laxos de la definición de la música académica, y en especial refiriéndome a la pieza de Batiste (Movement 11), merece mi opinión editorial de música mala, pretenciosa y de mal gusto.
Apostolos Paraskevas, catedrático de la facultad de música de la universidad de Berklee, dio fuertes opiniones al respecto. Considerándose un amante del jazz y el pop, no busca atacar a estos artistas ni a sus piezas, que considera buenos, sino el lugar que les están sacando a las verdaderas piezas de música académica contemporánea y hace un llamado de atención a, según dice, “no mezclar peras con manzanas”.
“Si uno ve los nominados a la mejor composición clásica contemporánea, ves increíbles músicos que escriben óperas y sinfonías. La pieza de Batiste son dos minutos de alguien que toca secuencias al estilo jazz. Si esta persona obtiene un premio, esto es una gran bofetada en nuestra cara. Es un mensaje para todos de que debemos rendirnos y simplemente hacer eso”.
Él también envió una carta a la academia, diciéndole: “Soy un miembro votante de la Academia de Grabación y he visto pequeñas inconsistencias a lo largo de los años en los resultados, pero nada en comparación con lo que está sucediendo este año”. Y agregó: “Esto pone en peligro la credibilidad de los premios Grammy”.
Asgerdur Sigurdardottir, productor y jefe de la “Tonar Music Management”, muy importante para la música académica contemporánea también se pronunció: “¿Por qué personalmente debería poder votar en la categoría de góspel o reggae? No tengo experiencia en esos campos, pero aún así puedo votar. Esto también significa que las personas que no tienen experiencia clásica pueden votar en los campos clásicos”.
Esta última frase causa un poco más de temor, teniendo en cuenta la poquísima representación que tienen músicos con experiencia académica para evaluar las piezas de sus pares.
La necesidad del apoyo a la música académica
He sido músico toda mi vida y he tocado cuantos géneros he podido o me han pedido, sin embargo, en mi corta carrera me di cuenta de ciertas cosas que rompen los ojos sobre el financiamiento de las músicas populares y académicas. La música popular tiene una resistencia mucho mayor y se puede adaptar en muchos casos a distintos obstáculos que se le presentan y seguir siendo redituable para los artistas.
No sucede lo mismo con la música académica. No hay una masa crítica que vaya a ver las orquestas para que se puedan autofinanciar. Si queremos ver cómo se autofinancia una orquesta de 80 integrantes es tan fácil como ver cuánto cuesta ir a ver uno de estos conjuntos traídos del exterior por el centro cultural de música, solo la elite puede costear esos precios, y no me resulta ético que haya música que solo se pueda gozar si tenemos quince mil pesos a disposición.
Tenemos varias orquestas en este país que cobran entradas a veces absurdamente baratas porque funcionan en base al apoyo del Estado. Lo que más hace falta es gente para ir a verlas, un público crítico y formado que revalorice esta inversión en cultura que han hecho nuestros antepasados por generaciones y seguimos haciendo hoy en día. Si nos preguntamos por qué la orquesta ya no toca todas las semanas en el Parque Rodó, primero debemos preguntarnos cuándo fue la última vez que gastamos 100 pesos para ir a verla en el Adela Reta.
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