«La belle époque se preanuncia con el dandismo intelectual del círculo de Julio Herrera y Obes, dice Ángel Rama, pero no suele ser por esa epifanía temprana que se recuerda al expresidente. Como todo hombre público tuvo partidarios, adversarios, animados detractores y enconados enemigos. Entre estos últimos ocupan lugar destacado Eduardo Acevedo Díaz y Lorenzo Latorre.
Tampoco le caía simpático a otro crítico implacable como lo fue el Dr. Luis Melián Lafinur, recordado defensor del asesino del presidente Idiarte Borda. En un trabajo escrito en 1917, cinco años después de la muerte de Herrera, se dedica minuciosamente a desmontar al personaje. Empieza por negarle el título de abogado, reduciéndolo al de licenciado en jurisprudencia. Para el doctorado le faltaba rendir una tesis, pero dice: «la superficialidad de su vida no le dejó tiempo alguno para consagrarse seriamente a nada». Como gobernante fue «un estrangulador de la soberanía popular y […] precursor de esa “influencia moral” de don José Batlle y Ordóñez que en tantas y tan terribles angustias y desventuras ha sumido a la patria».
La única condición que tímidamente le reconoce a don Julio es que «en las épocas de su actuación en la prensa ganó el renombre de un polemista temible». Por cierto que también se ocupa de relativizar esta faceta.
Un latigazo en el rostro
El oficio de periodista nunca ha sido fácil, en todas las épocas determinados enfoques chocan contra intereses personales o corporativos. Máxime cuando se esgrimía una pluma mordaz como la de Herrera y Obes, que solía dejar en sus adversarios esas heridas que no cierran y sangran todavía. Por eso todo periodista no solo debía prepararse en las artes de la pluma sino también en las de la espada y de la pistola de duelo.
El paso de la polémica al insulto y de ahí al desafío caballeresco se atravesaba en pocas líneas. Con Eduardo Acevedo Díaz tuvo un dilatado lance. En uno de esos intercambios periodísticos de hacha y tiza, Acevedo Díaz le contestó enviándole una carta.
Las transcripciones provienen de un artículo del historiador Alfredo R. Castellanos:
«Señor Doctor Julio Herrera y Obes: Las injurias y ofensas que me prodiga usted en el “Diario del Comercio” de ayer no merecen otra contestación que un latigazo en el rostro, que daría a usted si lo tuviese a mi alcance. Pero basta la intención y delo usted por recibido de mi mano. Eduardo Acevedo Díaz».
Se trataba de una comunicación que daba pie al inicio de un lance caballeresco. Pero por el momento era un documento privado. La publicidad hubiera agravado seriamente la causa. Herrera y Obes redobla la apuesta y contesta desde las páginas de su periódico.
Téngase usted por muerto
«Edgardo el Romántico. Este “caballero errante” de la prensa nos ha dirigido ayer la carta que va en seguida. Como los latigazos en intención no ofenden a nadie, damos aquí a la fanfarronada de este nuevo don Juan de Serrallonga [un delincuente español idealizado como héroe romántico por la literatura] la contestación que merece.
Andamos en la calle a toda hora del día y de la noche y por consiguiente al alcance del látigo de todo el que quiera probar aventuras con nosotros; trate Edgard de pasar de las intenciones a los hechos, y ya verá quién es Callejas.
La carta de Edgard la hemos recibido en momentos de embarcarnos para Buenos Aires por asuntos que no admiten espera, y no era cosa de perjudicarnos por las amenazas de Edgard; pero estaremos aquí dentro de ocho días y esperamos que en ese tiempo podrá Edgard satisfacer sus fervores quijotescos».
Después de esta introducción contesta:
«Señor don Edgard el Romántico: Los latigazos en el rostro se devuelven con un balazo en la frente; déselo usted por pegado de mi mano. A los zonzos de su clase que andan a la pesca de escenario para exhibirse en traje de matón de zarzuela, se les mata con el desprecio; téngase usted por muerto».
La partida de Herrera y la mediación de un grupo de amigos comunes impidieron la prosecución del inminente enfrentamiento.
Acevedo Díaz en su correspondencia con su amigo el Dr. Alberto Palomeque aludirá a Herrera como «Callejas». Tal era su animadversión que no quería ni mencionar su nombre. «Ya verá quién es Calleja», según RAE, es una expresión usada para jactarse alguien de su poder o autoridad.
Tomando distancia
Manuel Flores Mora interpreta que Herrera y Obes puso pies en polvorosa. Agrega que Acevedo Díaz fue a buscarlo a Buenos Aires, pero don Julio había salido para Rosario. Castellanos dice escuetamente que Acevedo se fue para Dolores, localidad a unos 220 km de Buenos Aires donde tenía residencia.
El episodio ocurrió en 1880 y tuvo una segunda parte cuatro años después. La casualidad puso en contacto a estos dos personajes en la casa del abogado, legislador, estanciero y saladerista Santiago Luro en Buenos Aires. Flores Mora afirma que Acevedo ofendió seriamente a su odiado Herrera, le dijo: «gallina con cresta», aludiendo al famoso jopo predilecto de los caricaturistas. El jopo y las coristas rodeándolo eran tema obligado de las parodias gráficas.
La ofensa debía repararse con sangre, de modo que Herrera lo retó a duelo. Acevedo Díaz nombró como padrinos a los doctores Dupuis y Palomeque. El duelo no se concretó porque los padrinos de Herrera pusieron sobre la mesa un documento suscrito en Montevideo por «destacadas personalidades políticas». El texto se refería al incidente de 1880 y de acuerdo con su letra los involucrados habían puesto fin al diferendo y se comprometían a no realizar en el futuro acto alguno de provocación entre ellos.
Los padrinos de Eduardo Acevedo ignoraban la existencia del acuerdo. Lo extraño es que Eduardo Acevedo Díaz tampoco tenía noticia del mismo.
Una ley necesaria
Años después se produciría el lance con el coronel Latorre. En 1898, desterrados los dos, se encuentran estos acérrimos enemigos en una recepción en el Círculo Italiano de Buenos Aires. Una amiga de las hijas de don Lorenzo cuenta que Herrera le dirigió al coronel «una mirada entre despreciativa e irónica» y que entonces el coronel se dirigió hacia donde estaba Herrera y «tomándolo del jopo le dio una bofetada […] y luego un puntapié que lo hizo rodar por el suelo». Tampoco el lance caballeresco terminó en duelo: los padrinos no se pusieron de acuerdo sobre las armas a emplear.
La preocupación del autor de códigos de honor, D. Julio de Urbina y Ceballos-Escalera marqués de Cabriñana del Monte, eran los padrinos. Creía que estos solían estar más ofendidos y ansiosos de la reparación por las armas que los mismos duelistas. Por eso insistía en la conveniencia de crear tribunales de honor por encima de los padrinos que evitaran duelos innecesarios. La solución, recogida en la Ley de Duelos de 1920 fue oportuna: pocos padrinos eran tan componedores como los de estos caballeros.
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