Hace unos años me trajeron de España un libro de Paul Gauguin. Se trata de Antes y después, traducido del original francés por Enric Berenguer.
Lo leí sin mayor interés, porque no me caía simpático el personaje. Me pareció una sarta de incoherencias sazonadas con una buena dosis de cinismo. Recientemente vi una película con Vincent Cassel actuando el papel del artista y eso me llevó a una nueva lectura del libro.
Enseñaba el Arq. Carlos Lussich en sus clases de matemática del Liceo Suárez en 1960 que a los libros hay que empezar a leerlos por el lomo. Decidí hacerle caso a mi admirado profesor y le puse a esta segunda lectura más atención. No cambió demasiado mi impresión inicial, pero advertí que el traductor es docente del Instituto del Campo Freudiano en España. Me pareció justo que a Gauguin lo tradujera un psicoanalista. Tal vez hubiera precisado de sus servicios en vida. De modo que le envié un correo preguntándole: «¿Qué lo impulsó a encarar esta traducción? ¿Responder a un requerimiento editorial o le interesó como caso clínico?». Esto fue el 3 de mayo y como hasta ahora no he recibido contestación me decidí a prescindir de la opinión profesional y a largarme por mi cuenta. Confieso que en el tema Gauguin encontré, además, otra ventaja: la baja probabilidad de que aparezca algún chozno reclamando derechos de exégesis sobre los textos de sus ancestros.
Hoy día nadie duda de la obra pictórica de Gauguin, los cuestionamientos discurren por su conducta: su pedofilia, a la que yo agregaría su misoginia.
La acusación de pedofilia es simplemente un problema aritmético. Si la pareja sexual tenía trece años ya parece prueba suficiente. En la película de Cassel, con modesta intención maquilladora, la joven tiene diecisiete.
La misoginia surge del texto. «Una mujer no es buena de verdad hasta que no es abuela». «Marat era el único que sabía lo que quería. Como es natural tuvo que matarlo una mujer». «Me gustan las mujeres, cuando son viciosas y gordas, pero me molesta su espíritu, es demasiado espiritual para mí. Siempre quise tener una amante que fuera gorda y nunca la encontré». «Las mujeres son, sin discusión, simonianas» (para el DLE sería simoníacas, aunque igual se entiende que se trata de interesadas). Es cierto que hay muchos tangos con argumentos parecidos…
Lo curioso es que el propio Gauguin sale al cruce de esta segunda acusación: «Cuántos misóginos hay que lo son porque les gustan demasiado las mujeres y tiemblan ante ellas… A mí también me gustan las mujeres, es sabido, cuando son viciosas y gordas; pero no soy misógino y no tiemblo en su presencia».
El evasor
El libro viene aderezado con un texto del español Manuel Vázquez Montalbán (cuyo segundo apellido inspiró al italiano Andrés Camilleri la creación del famoso comisario siciliano). Titulado Gauguin. La larga huida, comienza con una sabia reflexión sobre la inutilidad del viaje como fuga. Y es una verdad que cada uno tiene que descubrir: nos llevamos a nosotros mismos sin importar qué tan lejos vayamos. ¿Acaso no viajan enancados nuestros propios demonios?
Gauguin dejó a su esposa y a sus cinco hijos y se fue a buscar al buen salvaje. Juan Jacobo Rousseau tuvo también cinco hijos con Teresa Levasseur. Aunque en este caso «el evasor» fue él convenciendo a la humilde mujer de ir entregándolos a un orfanato a medida que iban naciendo. Voltaire se encargó de denunciar pública y alegremente la contradicción de su coetáneo: se deshacía de los bebés mientras predicaba sobre la importancia de la lactancia y la maternidad. No fue el caso de Gauguin quien periódicamente, después de alguna orgía de alcohol y sexo, escribía lacrimosas cartas a su esposa diciéndole cuánto la extrañaba. Como se ve, una sensibilidad distinta.
Entre las cosas interesantes, el autor del libro cuenta su vínculo con Van Gogh. Algunos biógrafos la califican como «ambigua», sobre todo por parte del holandés. Montalbán prefiere ignorar este aspecto, por tratarse de «una anécdota morbosa». Si lo es o no juzgará cada uno. Lo cierto es que Gauguin, que la incluye en su relato, a diferencia de Montalbán, estaba presente.
Una anécdota morbosa
Desde las primeras páginas del texto, Gauguin se decide a aclarar «un error que ha circulado» sobre su relación con Van Gogh: él no había provocado la locura en su colega.
Van Gogh estaba radicado en Arlés y desde allí había insistido en que Gauguin viniera a reunirse con él y a dirigir un taller. A pesar de sus reservas, dice, termina por ceder y se traslada a Arlés al alojamiento de Van Gogh. De entrada, no se pone de acuerdo con el desordenado estilo de trabajo del holandés, que para él revelaba un cerebro desordenado. También el manejo de las finanzas en común le merecía críticas. Logró que en una caja se reservara los fondos para tabaco, gastos imprevistos, el alquiler y «un tanto para paseos nocturnos e higiénicos», eufemismo por visitas al burdel. Pero más importante que su pericia contable, fue su influencia sobre el arte de Van Gogh que, afirma, éste le agradecía mucho.
Gauguin dice no saber cuánto duró su convivencia con Van Gogh. Berenguer le concede sesenta y tres días. En ese lapso, la conducta de Van Gogh se fue tornando cada vez más extraña. En las noches solía levantarse y acercarse a la cama de Gauguin quien, según parece, estaba siempre alerta para mandar a su colega de regreso a su lecho. Una noche en un café, después de tomarse unos vasos de ajenjo, Van Gogh le tiró el vaso a la cabeza. Gauguin comprende que ya es hora de cambiar de aires. Días después mientras estaba caminando por la plaza sintió unos pasos a sus espaldas. Se volvió para descubrir que era Van Gogh con una navaja de afeitar abierta para atacarlo. Lo controló con su «poderosísima mirada» y el frustrado agresor retornó a su casa corriendo. Visto la situación Gauguin se fue a un hotel. Al día siguiente se enteró de lo que había pasado. Cuando detuvo la hemorragia por su oreja cortada, el holandés se calzó una boina vasca, fue al burdel y «entregó al encargado su oreja bien limpia y metida en un sobre. «Aquí tiene, un recuerdo mío».
Gauguin no encontró nunca el paraíso perdido. Sus islas estaban ya contaminadas por la misma civilización de la que quiso escapar. Él agregó su cuota diseminando la sífilis entre las complacientes isleñas. Murió en 1903 y su «no libro» –insiste en que no es un libro lo que está escribiendo– más allá de unas primeras ediciones facsimilares, recién tuvo difusión a partir de 1951.
Su vida no fue ciertamente modélica, pero dejó su obra de arte.
¿A cuál de las dos salvaríamos en un incendio?
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