En noviembre de 1985 llegó a mi casa una invitación para la presentación de un libro. En aquellos tiempos –que parecen prehistóricos– no había correos electrónicos, de modo que las comunicaciones venían ensobradas y dirigidas, como en este caso, a la residencia del destinatario. Sí, ya sé que hoy también mandan cartas. Pero es mucho más fácil obtener un e-mail que el domicilio real de una persona. La invitación, para el 18 de diciembre en la Universidad Católica, era para la presentación de un libro de Gregorio Rivero Iturralde, en ese momento vicerrector de la UCUDAL. Sorpresa. Mi dirección estaba en la guía de teléfonos. Pero, ¿por qué yo?
Resultó que Rivero Iturralde era columnista del –en ese entonces– diario La Mañana donde yo había escrito tiempo atrás una nota que le hizo pensar que era buen candidato para esa invitación. Y no se equivocó porque a la hora señalada estaba presenciando la exposición de la escritora Gladys Cancela. Y luego tuve el gusto de departir con Rivero y que me dedicara su Corona de cenizas, augurándome «hermosas y perennes coronaciones».
Me fui muy contento y orgulloso con el librito en la mano y me puse a leerlo. Algunos autores acostumbran introducir un pequeño prólogo a sus libros. En este caso así fue. La escritura es una vía de confesión. Un cuento, un poema frecuentemente contienen algo de la propia experiencia. Rivero dice que la anécdota personal está al servicio del arte obtenido. Y, además, agrega que todo arte no puede ser sino un poco funerario. Esa tensión entre la conciencia de la brevedad de la vida y el deseo de infinitud está presente en toda poesía. ¿No dice Juana?: Tómame ahora que aun es sombría./Esta taciturna cabellera mía. Y Darío, ¿no habla de lo mismo en aquel fatal poemita con que la ilustre María Inés Vidal nos enseñaba a pensar: el espanto seguro de estar mañana muerto? Además, la gola se va y la fama es puro cuento y aquel pobre Cipriano que a los 50 abriles ya no daba más jugo. Y paro acá, para no promover una estampida que deje a la plaza sin antidepresivos. El sendero del poema no es muy distinto al de las lágrimas, dice Rivero. Y es así.
La idea está. Generación tras generación los poetas hablan siempre de lo mismo. La diferencia está en el cómo. En el qué pega más: si María Casares con su corazón clavado por la espina de una pasión o el último acto de la Traviata con la Netrebko. Y para eso ayuda una formación sistemática. ¡Y vaya si nuestro poeta la tuvo!
Años de formación
Gregorio Rivero Iturralde nació en Colonia en 1929 y falleció en 2014. Estudió en Colonia, Salto y Montevideo, y más tarde en Madrid en la hoy Universidad Complutense y en la Escuela de Periodismo de la Iglesia de Madrid. Luego continuó en la Escuela oficial de Periodismo madrileña egresando en 1963 con las más altas calificaciones y el primer lugar de su promoción. En 1967, obtuvo con sobresaliente su licenciatura en Filosofía y Letras por la Universidad Central de Madrid, que posteriormente completó con un doctorado en la Complutense en 1970 también con nota de sobresaliente.
Escribía poemas desde los trece años. No conozco sus poesías adolescentes, pero ya en 1954, la Revista Nacional que dirigía Raúl Montero Bustamante, había recogido elogiosamente algunos trabajos juveniles.
La preocupación metafísica fue una constante en la vida del poeta lo que resulta natural dado su vocación sacerdotal. «¿Por qué si toda flor se desvanece,/si toda estrella apaga sus virtudes,/todo semeja un río que florece?/¿Por qué este transitar de multitudes/si todo su esplendor desaparece,/y será un lento río de ataúdes?», cuestiona a sus veintidós años en un poema que formará parte de su primer libro, Ritual de sangre editado en 1955.
Cuando publica Corona de Cenizas, ya es un hombre de 55 años. Ha obtenido títulos y premios. Ha sido docente, conferencista, crítico literario, coautor de La condenación del comunismo y el marxismo por la Iglesia Católica. Un texto elaborado y editado en 1977 para enseñar «qué se propone la Iglesia [y] a no ser juzgados ligeramente por las actitudes aisladas de algunos de sus miembros», en palabras liminares del entonces Obispo Auxiliar de Mvdeo. Monseñor Gottardi. Un material que convendría repasar de tanto en tanto.
Después de Corona de cenizas publicó muchas obras más, entre otras Poemas para Salto, Niña del Sur, El alma y sus colinas, Pastor de nubes.
Confieso que en su momento la lectura de Corona de Cenizas me resultó un tanto desconcertante. Comencé a entenderlo unos años después. Es que Rivero Iturralde era solo un hombre, y un hombre solo. Y aunque dice que lo importante no es la anécdota personal sino la consecuencia artística, no puede negarse la influencia de la circunstancia en el producto. Y, además, la poesía cenicienta no siempre es solo nostalgiosa sino también, a veces, prospectiva.
Hiedra de otoño
A enrojecer comienza ya la hiedra, sellando con su lacre la carta del otoño./Compite su rubor con las manzanas/–una gota de sangre en cada hoja–/empurpurando el aire de la tarde./Escamas vegetales de los muros/atardeciendo en mares verticales,/marea del otoño, fuego lento/creciendo en llamaradas de nostalgia./Sangrando con su otoño las paredes/preconizan un sol de despedida,/y con su magisterio de derrota/encienden nuevas flámulas en aire de conquista./Triunfo desde la muerte presentida,/banderines de espuma acumulada,/ejército sangrante que regresa/de sus anuales lides con el tiempo./Tiemblan bajo la brisa sus guantes apilados,/en caricias o adioses o señales/que nos dan su saludo al borde del invierno./Viajeras en la danza de los vientos,/dejarán su refugio/para iniciar su danza, ballet de paso lento,/como una invitación a que nosotros,/hiedras en el espacio y en el tiempo,/aprendamos su frágil magisterio.
El Parque de San Pedro
Yo conocí este Parque, exactamente/un primero de abril. Otoño. Martes santo./Una mañana azul. Tan grande fue su encanto/que aun habita mi alma su gracia transparente./Había un campamento. Fina, educada gente./Era suave el silencio, tan respetuoso y tanto/que era oíble y palpable el insinuado canto/del aire entre el ramaje sutil, evanescente./Las carpas de colores, veleros amarrados./Un hurgador científico: huesos, piedras, insectos./Una mujer leyendo. Coches estacionados./Los niños en bandada por la mañana abierta./Y dos amantes jóvenes con sus besos directos/quemando sus navíos en la playa desierta.
Resurrección
¡Ah! Cuándo tendré tiempo de escribir una carta,/de decirle a esa niña que todavía la quiero,/de andar hacia mí mismo por el viejo sendero/y de partir por sendas por las que nadie parta./Escribiendo por otros, para otros, se harta/mi corazón soñante, solitario y viajero,/mientras crecen las llamas de mi íntimo hormiguero,/aunque sangren un grito que ninguno comparta./Un día, sin más pensarlo, liaré mi maleta,/me beberé los vientos sin trámites ni notas/pasaré las fronteras por las montañas rotas./Respiraré de nuevo mi música secreta./Y abriendo mi ventana sobre tierras ignotas,/sabré que ha renacido en mi vida el poeta.
Si lo hizo o no, no viene al caso. Su obra es lo que vale memorar desde estas páginas que honró con sus contribuciones. Es justo y necesario.
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