La intención de abolir el pasado tiene larga data. Si se tratara de un bolero, podría aplicarse a aquella letra de Armando Manzanero que dice “Yo nací el día en que te conocí”. Por desgracia, esa anulación del tiempo no tiene habitualmente esa pretensión romántica. Así, Borges nos trae en Otras inquisiciones la evocación de aquel emperador chino, Shih Huang Ti, quien mandó construir la famosa muralla y quemar los libros anteriores a él. Conjetura el gran escritor rioplatense que la decisión imperial obedeció no a un odio particular hacia lo escrito, sino a que “la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores”. O tal vez habría pensado que los hombres aman el pasado y contra ese amor nada podía. Si se tratara de un tango, podría aplicarse a aquella letra de los hermanos Expósito que dice: “Toda mi vida es el ayer que me detiene en el pasado”. Pero no se trata de un bolero ni de un tango, sino de una constante histórica.
Tan lejos de los chinos como pueden estar los incas, Vargas Llosa relata que a la muerte del Inca enterraban con él no solamente a sus mujeres sino a sus amautas. El gran escritor peruano no participa de la edulcorada versión sobre los amautas en cuanto a su función de sabios educadores. El nuevo Inca se rodeaba de nuevos amautas cuya tarea era reconstruir la historia oficial de tal modo que las virtudes de los antiguos se transferían a él. Por eso el autor peruano dice que nadie ha podido relatar una historia ajustada a la realidad, porque ha sido travestida. Vestida y desnudada como una estríper.
Quemar libros es una triste costumbre que pertenece a un pasado no tan lejano. Así, en 2021 trascendió que en Canadá se habían retirado libros de las bibliotecas y usado como combustible. Pero no se trataba de una emergencia en la que, antes que la hipotermia, toda cosa que arda sirve como fuente calórica. Según diversos medios de prensa, como La Nación de Buenos Aires, la iniciativa “partió de una asociación de escuelas canadienses de religión católica y habla francesa”. Entre otros cinco mil, marcharon a la hoguera libros de Astérix, Tintin y la Pocahontas de Disney. Según los organizadores “se trataba de un acto simbólico para enterrar las cenizas del racismo, la discriminación y los estereotipos”. Sí, Canadá es un país muy frío.
Se van salvando
Por ahora, los libros de Huxley, Orwell y Bradbury se van salvando. Aunque nada asegura que cualquiera de sus distopías no se haga realidad y que, entonces, sean los primeros en la fila.
El escritor, ensayista, guionista y poeta Ray Douglas Bradbury nació en 1920 en Illinois y murió en 2012 en California. Escritor autodidacta, forjó su cultura leyendo en las bibliotecas. Fue vendedor de periódicos. Escribía mientras su esposa trabajaba para solventar los gastos del hogar. Recién fama y dinero le llegaron cuando en 1953 publicó su novela Fahrenheit 451.
Las comparaciones se hacen generalmente entre Un Mundo Feliz y 1984. Sin embargo, el Fahrenheit 451 de Bradbury es, desde mi punto de vista, literariamente superior. Con esa historia de bomberos que queman en vez de apagar y donde el personaje central es el bombero Montag, el libro es el más peligroso enemigo de la sociedad. No obstante, los soldados del fuego tenían sus libros guías, que contenían, además, referencias a los primeros bomberos de América. Según esos textos, el primer bombero fue Benjamín Franklin que en 1790 dirigía la tarea de quemar los libros de influencia inglesa. Por esa peculiar relación con el fuego es que lucían en sus cascos el número 451 que en la escala Fahrenheit indica la temperatura a la que arde el papel. Pero ¿cuál es la advertencia que el autor pretende hacer al lector? Dice Rodó que un libro que se escribe “es letra vana o un alma que teje con su propia sustancia su capullo”. Se entiende que los libros son objetos y que, como dice Borges, el hecho estético (él se refería a la poesía) se produce solo cuando se escribe o cuando se lee. Rodó refiere a que ese proceso se realice en el espíritu del lector. Si se logra, no es un inútil gasto de papel.
Por encima de todo
Más allá de la anécdota, de la relación del bombero con su esposa Mildred, o con Clarisse McClellan o el viejo profesor Faber, lo destacable del texto es la descripción que hace el jefe Beatty del mundo en su intento por retener a Montag, que estaba dando señales demasiados claras de desacuerdo.
Una de esas señales era fingirse enfermo para no acudir a cumplir sus funciones. La experiencia de la última quema en que una mujer había ardido junto con obras de Swift, de Dante, de Marco Aurelio… había impresionado vivamente su vacilante voluntad. A la mañana siguiente le cuenta a su esposa sobre el millar de libros quemados junto a su dueña y le expresa su deseo de dejar por algún tiempo su trabajo. La reacción de Mildred es explosiva: “¿Quieres dejarlo todo? Después de todos esos años de trabajar, porque una noche, una mujer y sus libros…”. Y justifica su posición argumentando: “Ella no es nada para mí. No hubiese debido tener libros. Ha sido culpa de ella, hubiese tenido que pensarlo antes. La odio”.
Mientras intenta convencer a su esposa para que llame a Beatty y le comunique su presunta enfermedad, inesperadamente este se presenta en la casa de Montag. Es entonces que, intentando explicarle a su subordinado el porqué de su función, le dice: “¿Qué queremos en esta nación, por encima de todo? La gente quiere ser feliz”. El problema es que hay demasiados elementos que se oponen a ese propósito.
Para ese logro, hay que seguir pautas como esta: “Si no quieres que un hombre sea políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión; enséñale solo uno. O mejor aún, no le des ninguno. […] Atibórralo de datos no combustibles, lánzales encima tantos ‘hechos’ que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces tendrán la sensación de que piensan […]. Y serán felices”. Claro que eso no es suficiente, sino que precisa algún complemento: “Así pues, adelante con […] las fiestas, los acróbatas y los prestidigitadores, […] el sexo y las drogas…”.
Pero hay fuerzas que obstaculizan el camino de esa añorada felicidad: “La herencia y el medio ambiente hogareño puede deshacer mucho de lo que se inculca en el colegio. Por eso hemos ido bajando, año tras año la edad de ingresar en el parvulario, hasta que, ahora, casi arrancamos a los pequeños de la cuna”. Contra esos reaccionarios hay que luchar apelando a todos los medios posibles, de modo que: “Lo que importa que recuerdes, Montag, es que tú, yo y los otros [bomberos incendiarios] somos los Guardianes de la Felicidad”.
Setenta años después
Los críticos discuten si Fahrenheit 451 fue la mejor obra de Bradbury o Crónicas marcianas es superior. Sin embargo, en su lápida en el Westwood Village Memorial Park en Los Ángeles, puede leerse, a pedido del autor, su propia opinión.
Bradbury declaró ante algún medio de prensa que sus obras no intentaban hacer predicciones acerca del futuro, sino avisos. Los libros del terceto que hacía con Huxley y Orwell parecen aproximarse más al vaticinio. Aunque esté más próximo a Huxley el discurso de Bradbury. Es cierto que escribieron en un mundo que no era el de Michel de Notre Dame, pero debe reconocerse que son mucho más explícitos. No hay que hacer razonamientos demasiado alambicados para descifrarlos. Solo hay que abrir las ventanas de la mente y observar lo que ocurre alrededor.
TE PUEDE INTERESAR: