Porque la verdad es la primera víctima de toda guerra, un relato ¿ficticio? en el marco del convulso Uruguay de los años setenta.
La tacita de plata se había convertido en un caldero hirviente. Distintos grupos armados disputaban el protagonismo entre atentados de diverso signo. Para enfrentar la guerrilla urbana, los cuerpos de seguridad operaban ahora con un comando único: las Fuerzas Conjuntas. El presidente de la empresa estatal de electricidad y teléfonos, Ulysses Pereira Reverbel, se encontraba secuestrado por un grupo sedicioso, por segunda vez. Sin embargo, la inmensa mayoría de los habitantes del pequeño país permanecía ajena a estos acontecimientos.
Raúl está dentro de ese amplio sector, limitado a enterarse por la prensa del origen de los estampidos de la noche anterior. Al comienzo de la jornada se despide de su mujer, Alicia, para reencontrarla al caer la tarde al regresar del trabajo. Los sábados, si el tiempo está lindo, van a tomar mate al parque o a la rambla, con los consabidos bizcochos. A la tarde, al estadio.
–Mi amor, estoy convencida que la pasión de tu vida no soy yo sino Peñarol –dice ella.
–Corazón –contesta Raúl–, son cosas distintas. Uno puede cambiar de partido político, de religión, divorciarse, volverse a casar, volverse a divorciar, dejar de fumar… pero es raro que se haga hincha de otro cuadro. Siendo de Peñarol, claro. Capaz que si alguien es hincha de otro cuadro, un día se transforma, tocado por la gracia… y se adhiere a las gloriosas huestes mirasoles. Algo así como San Agustín, que a los treinta y tres años, después de haber sido un consumado pecador, se convierte en obispo de Hipona, padre de la Iglesia. Lo que pasa es que yo no te lo puedo explicar, hay que sentirlo.
La mujer lo mira silenciosa, pero no por mucho rato:
–Bueno, pero no te metas en líos. Ya bastante revuelto está todo. Yo me quedo nerviosa. Salir a la calle es un peligro con tanto loco suelto. El otro día mataron a un policía en un ómnibus. ¡Fijate si será peligroso! ¡Ni andar en ómnibus se puede!
–Mirá, yo voy al estadio a ver el partido. No tengo nada que ver ni con los tupamaros ni con la Policía.
–¡Sí, ya sé que no tenés nada que ver! ¡La pobre desgraciada que limpiaba el Bowling de Carrasco tampoco tenía nada que ver y, sin embargo, le pusieron una bomba al Bowling y la mataron!
–Pero, Alicia, con ese criterio uno se metería en la cama y no saldría nunca más a la calle. Pasan cosas espantosas, pero ya vivir es peligroso.
–Sí, vos tomalo en broma, pero la verdad es que no da para reírse.
–No me río, Alicia, yo no me río. Lo que te digo es que hay que seguir viviendo.
–Sí, claro, pero la que se queda en casa con el Jesús en la boca soy yo.
–Bueno, mirá, lo que podemos hacer es esto: andá vos al fútbol y yo me quedo en casa.
Todos los fines de semana la misma historia. Casi las mismas palabras. Por supuesto que Alicia no escuchaba la transmisión radial del partido, pero adivinaba el resultado según la cara del marido. A veces volvía exultante: “No sabés el gol que se mandó Jiménez. Por lo menos pateó de cuarenta metros y se la clavó en el ángulo”. Otras, pálido y mustio: “No vimos la pelota. ¡Un desastre!”.
Aquel día volvió con una expresión extraña.
–¿Cómo anduvo la cosa? –preguntó Alicia, sorprendida del mutismo de su marido.
–¿Eh? Bien, bien.
–¿Ganaron? ¿Habrán jugado bien? ¿El juez los perjudicó?
–No. Más o menos.
El domingo siguiente, porque Peñarol alternaba con el otro cuadro el calendario de fin de semana, se afeitó prolijamente y, vestido con la camisa rayada que le había regalado Alicia para su trigésimo tercer cumpleaños, se marchó a ver al equipo de sus amores.
–¿Qué pasó que demoraste tanto? ¿Estás bien? –la voz de Alicia revelaba la ansiedad de dos horas de espera postpartido– Son las ocho.
–No, lo que pasó fue que se armó lío a la salida y como la cosa está muy brava me quedé dentro del estadio hasta que se calmó. Cuando salí, me agarró el paro de ómnibus, así que me vine caminando, pero el callo me empezó a doler, así que descansaba cada media cuadra. Y bueno, puse como dos horas en llegar.
Otro día la llamó del trabajo:
–Ali, querida, mirá que a la salida me voy hasta Los Aromos a ver la práctica.
–¿Adónde vas?
–A Los Aromos, la concentración.
–Sí, yo sé lo que es Los Aromos, pero me llama la atención. Ahora resulta que además de dejarme sola todo el fin de semana, te vas a ver las prácticas.
–No, lo que pasa es que hay un jugador africano que vino a probarse y si camina bien lo ponen el viernes. Ahí te digo que los bolsos no ganan un campeonato más enla vida. No vuelvo tarde. Un beso.
Alicia suspiró, con esa resignación tan propia del carácter femenino (ideal). “Así que juegan el viernes. Bueno por lo menos el fin de semana estará en casa, si no se va a ver la Liga Universitaria o hay campeonato en el Club de Bochas Los 33, porque ya no sabe qué inventar”.
El viernes, el partido se iniciaba a las nueve de la noche, así que Raúl se fue directo del trabajo. A las doce, Alicia comenzó su ronda de llamadas:
–Hola, María, perdóneme que llame a esta hora, ¿no estará Raúl por ahí?
–No, m’hija, por acá no vino, ¿por qué? ¿Pasa algo?
–No, no se preocupe, María, se habrá demorado un poco. Porque fue al partido.
–¡Ay, m’hija! ¿No le habrá pasado algo? ¡Está tan difícil todo!
–No se preocupe, María, cualquier cosa la llamo.
–Roberto, disculpame, estabas durmiendo. Decime, ¿Raúl fue por ahí? ¿Lo viste hoyen la oficina? Bueno, ayer. Porque fue al partido y todavía no volvió y son las tres de la mañana. Ah, ¿cobraron el aguinaldo? Capaz que le pasó algo. No, él nunca me hace esto. ¿Hubo algún problema en el estadio? No, no sabía que jugaban contra Fénix. Tenés razón, voy a llamar.
Continuará en el próximo número
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