Tío Saturnino, del que ya les he contado alguna cosa anteriormente, era hombre del interior profundo, hermano de mi padre don Luis.
Se le percibía un cierto gesto adusto y me contaron que en su juventud fue muy estricto y severo, casi seguro por la dura vida que le tocó vivir, pero era un hombre muy bueno.
Siendo casi un niño, en el año 1925, tuvo que asumir la responsabilidad de cuidar -como fuera o le saliese- de sus siete hermanitos, ya que su padre (mi abuelo) falleció joven.
Hizo lo que pudo con gran responsabilidad, y el fruto de su sacrificio quedó a la vista, una familia maravillosamente unida y agradecida por tanto esfuerzo.
Era de la zona Barrancas de San Luis al medio, Rocha. Allí todos se conocían y generalmente se marchaban a Montevideo apenas les despuntaba el bigote, buscando una mejor vida que la que les ofrecía el medio rural. Luis, mi difunto padre, fue uno de ellos.
Relataba don Luis que se vino con mucha ilusión desde sus pagos. Vino apenas vestido, con una maleta que incluía escasamente una bombacha bataraza -para salir a pedir trabajo, dominguear, ir de paseos o al estadio- y otra remendada para todos los días, unas alpargatas y un par de botas. De calzoncillos venía corto, además eran de “bolsa”.
El primer trabajo que consiguió fue en una semillería. No era muy conocedor del tema, lo suyo era la lana, pero en el Uruguay de las oportunidades su buen hablar, como todo rochense, y su buena disponibilidad, su aspecto rural y buen parecido, ayudaron a que el propietario confiara en él.
Allí clasificaba, ordenaba, preparaba plantines, macetas y plantas ornamentales para interiores.
Muchas veces se encontró con la dificultad de que muchas de las semillas venían en bolsas cerradas sin imagen y con un nombre diferente al que conocía.
Así le sucedió con la colza rapa, semilla que no reconocía, esférica, lisa, variopinta; parecía una arveja pequeñita, las había moradas, blancas y otras tonalidades.
El dueño de la semillería, un italiano de pura cepa al que se le costaba comprender lo que decía, daba a entender que era una planta con muchas propiedades, casi milagrosa.
Contó mi padre que hizo un gran esfuerzo y le compró a Saturnino una importante cantidad de semillas para que sembrara en la quinta.
Se contactó con un transportista de apellido Martínez, gran conocedor de los caminos, y allí marcharon las semillas milagrosas de grandes propiedades.
El dueño le dio a mi padre unas orientaciones para la siembra y recomendó que hiciera la misma entre octubre y noviembre, que escardara bien los alrededores -para sacar la mala gramilla- y que no la sembrara muy profunda, y que así en marzo tendría pronta la cosecha.
Recordaba mi padre que la ansiedad por ver el resultado de la inversión en semillas lo traía muy inquieto.
Se preparó para hacer un viaje rápido a ver el resultado de la cosecha, pues mandarle telegramas a Saturnino era complicado ya que el pobre hermano no sabía leer.
Cuando el transportista Martínez volvió a los quince días con su camión le comentó:
–Le entregué al Saturnino su encomienda.
–¿Y qué dijo? –le preguntó mi padre con curiosidad.
–Que nunca había visto tanto nabo junto y a fines de noviembre –contestó.
La respuesta lo extrañó mucho, pero la entendió clarito cuando volvió a los pagos. Confirmó que la semilla era de nabo…y él tampoco había visto tanto nabo junto.
Eran semillas que podrían tener buenas propiedades y podrían llamarlas como quieran, pero que eran nabos, eran nabos.
Como en la vida misma.