En la actualidad resulta fácil valorar la obra de investigación histórica y rescate arqueológico llevada a cabo por Horacio Arredondo, que justifica con creces que se le haya dedicado el “Día del Patrimonio” en el año 2017.
Cautivado por su personalidad y carácter de pionero en muchas áreas de la cultura y del turismo, he entrevistado a sus descendientes y revisado la extensa bibliografía que dejó; en especial para escribir el libro “Rocha, tierra de aventuras” (Ediciones de la Banda Oriental, 2001), que lo tuvo como uno de sus capítulos más sustantivos. Además del archivo familiar hemos recurrido a la información existente en el Museo Histórico del Cabildo.
Para valorar su esfuerzo y dinamismo y apreciar en toda su magnitud las luchas que tuvo que enfrentar la generación a la que pertenecía, es conveniente remontarnos a principios del siglo XX.
Todavía, por entonces, Ciudad Vieja era la capital de Montevideo. Las calles Sarandí y 25 de Mayo, elegantes y concurridas, convocaban lo más selecto de la sociedad capitalina. Los lugares preferidos de reunión eran los tradicionales: el Club Uruguay, la Catedral Metropolitana y el Cabildo. Incluso, muchas familias patricias continuaban viviendo en la concurrida Sarandí o en la más aristocrática calle del Rincón.
Hacia 1900, la mayoría de los montevideanos que peinaban canas podía recordar el mercado Viejo, al igual que otros edificios de significación histórica como el fuerte de San José, de cara a la bahía, y el fuerte de gobierno, residencia de los antiguos gobernadores españoles y los primeros presidentes, ubicado en la plaza Zabala. Dichas construcciones fueron demolidas en el año 1877, año nefasto para los intereses del patrimonio arquitectónico nacional.
Por entonces no existía clara conciencia de la necesidad de conservar los edificios antiguos, dado que el acento se ponía en el rescate de documentos.
Hablemos, entonces, de las inquietudes de Horacio Arredondo por la reconstrucción de los fuertes Santa Teresa y San Miguel, sus principales emprendimientos, para lo que debamos retrotraernos al año 1881, momento en que Luis Melián Lafinur, intelectual vinculado al pensamiento del Ateneo y hombre de trayectoria política, visitó las ruinas de la construcción militar.
La desolación que le inspiraron las ruinas lo llevó a escribir un artículo de combativa denuncia y gran repercusión, no solo en su época sino que el artículo se fue reciclando en sucesivos diarios y revistas.
En 1917, el joven Arredondo accedió a una versión ampliada del mismo, tomando la decisión de visitar el lugar con la finalidad de ver con sus propios ojos la edificación. Sufrió una impresión tan honda y el sentimiento fue tan agobiante que, ahí nomás sobre las piedras, juró dedicar su vida al estudio histórico y la reconstrucción de los edificios, no descansando hasta no completar su proyecto.
La suya tenía la férrea determinación de un vasco de pura cepa.
Inmediatamente se abocó a estudiar libros e investigar en archivos y bibliotecas toda la información existente. Visitó museos, contactó a prestigiosos investigadores de Argentina, España, Brasil y Portugal, y adquirió publicaciones en ediciones únicas.
Por entonces no existían estudios universitarios de historia ni arqueología, lo que suponía un aprendizaje totalmente autodidacta. El principal centro de conocimiento y reunión de interesados en el estudio de la historia era el Instituto Histórico y Geográfico, creado durante la Guerra Grande.
Resulta importante destacar que no trabajó solo sino que integró una generación de estudiosos de su misma condición y estirpe, que entregaron lo mejor de su tiempo y gran parte de sus fortunas personales al estudio del pasado.
Dirigió la revista del Instituto Histórico y Geográfico, junto a Pablo Blanco Acevedo y Felipe Ferreiro, y fue cofundador de la Sociedad de Amigos de la Arqueología junto con Juan Giuria, Rafael Schiaffino y Simón Lucuix. E incluso realizó estudios de botánica, zoología y paleontología en colaboración con los científicos Rafael Algorta Camuso, Juan Tremoleras y Arturo Montoro Guarch.
En 1919, transformado en investigador por la fuerza de la pasión, publicaba el trabajo titulado “El fuerte de Santa Teresa”. De esa manera, propuso al gobierno su restauración que incluía la declaración de Monumento Nacional, formación de un parque de árboles exóticos que cubrieran los médanos y detuvieran su avance, y la preservación de los palmares y montes indígenas en las orillas de la Laguna Negra.
Su primer objetivo fue obtener el apoyo del gobierno porque se trataba de una tarea que excedía todas las posibilidades de un particular. Influyó mucho su amistad personal con el presidente Baltasar Brum, a quien logró entusiasmar para realizar una visita al sitio. En 1920, aprovechando una gira política, Brum llegó hasta el lugar y quedó tan impresionado que, de inmediato, encargó a Arredondo y al arquitecto Fernando Capurro un proyecto de reconstrucción.
Tres años después se nombró la primera comisión honoraria encargada de las obras, que dieron comienzo con un grupo de 12 soldados de la unidad militar destacada en Rocha. Pero, poco después, tras una serie de desinteligencias, la comisión fuera disuelta y se suspendieran los trabajos.
El momento clave para la continuación fue la promulgación de la ley del 26 de diciembre de 1927, que declaró Monumento Nacional a la fortaleza y se planeó la construcción de un parque público. En octubre de 1937 se procedió de igual manera respecto al fuerte de San Miguel.
Horacio Arredondo nació en Montevideo el 23 de abril de 1888 y falleció el 1 de abril de 1967. Su abuelo fue jefe político de Cerro Largo y Canelones y su padre se desempeñó como tesorero general de la Nación. Durante sus primeros años residió en la casa familiar de la calle Río Branco (llamada Arapey por entonces), entre Uruguay y Paysandú.
Desde muy joven manifestó su vocación por la vida de campo y el estudio. En 1906 empezó a trabajar en el Ministerio de Industria, con tanta dedicación que al poco tiempo hubo que crear un cargo especial para él: secretario de Comisiones.
A partir de 1910 comenzó una práctica que no abandonaría jamás: conocer todos los departamentos y rincones del país. Por otra parte, también se convirtió en un lector incansable y voraz, primero orientado a los autores clásicos y luego a la historia nacional, arqueología, fauna y flora indígena.
En 1912 se casó con María Celia Déque y se mudó a una quinta de la calle Garibaldi entre 8 de Octubre y Monte Caseros. Al año siguiente nació su primogénita, María Celia Marta, y en 1916 su segundo hijo, José Miguel Alejandro.
Su poderosa personalidad influyó en quienes lo rodeaban. Amigo de presidentes y legisladores, respetado por militares, se codeó con investigadores, historiadores, coleccionistas e iconógrafos y a la vez gozaba de la compañía y se mostraba sensible con los humildes y los hombres de campo.
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