Inteligencia militar. Conocer al enemigo, de Napoleón a Al Qaeda. John Keegan. TURNER NOEMA. 2012. 463 págs.
Cuando se devora una novela de espionaje de John Le Carré, por nombrar un autor emblemático de la Guerra Fría, el lector promedio queda subyugado por el universo de los servicios de inteligencia. Cuando constata que el propio autor era asimismo integrante de los Servicios de Su Majestad británica, una duda toma cuerpo: ¿hasta qué punto dichas novelas no eran parte de su propio trabajo? ¿Eran parte activa del conflicto ideológico entre el bloque socialista y el bloque capitalista?, ¿o la apuesta era legitimar de modo superlativo el rol de los servicios de inteligencia?
Lo previo también se desarrolla en este espléndido ensayo del historiador inglés John Keegan. Profesor en la academia militar británica de Sandhurst, en las Universidades de Cambridge, Harvard y Princeton, es asimismo autor de dos historias fundamentales de la Primera y Segunda Guerra Mundial.
Conocer al enemigo, ¿para qué? Los servicios de inteligencia surgieron para impedir que el enemigo obtuviese ventaja militar (en el más amplio sentido del término, incluyendo primacía científica y económica) y a la vez para alcanzar una ventaja propia. En tiempos de paz, los servicios de inteligencia no hacen otra cosa que mantenerse. En casos de guerra se supone que garantizan la victoria. ¿Son realmente efectivos?
Una pregunta clave, que a lo largo de ocho capítulos vemos la respuesta en diversos tiempos y situaciones. Se podría establecer que el trabajo de inteligencia está estructurado en cinco etapas. Adquirir información. Entregar dicha información. Que el receptor la acepte. Aquí tendríamos el caso paradigmático de Richard Sorge, el muy eficaz agente comunista que en la Segunda Guerra Mundial logró trasmitir a Moscú hasta la fecha exacta de la invasión nazi. Stalin no la tomó en cuenta. Una cuarta etapa implica el trabajo de interpretar la información recogida, para luego, finalmente, implementar dicha información. Aquí Keegan puntualiza que la inteligencia militar, por buena que sea, no señala indefectiblemente el camino de la victoria. “La victoria es un premio huidizo que se obtiene más con sangre que con argucias”. De hecho, el gran estratega prusiano Helmuth von Moltke señalaba: “Ningún plan sobrevive a los primeros cinco minutos de encuentro con el enemigo”. Con igual veracidad pudiera haber aseverado que ningún cálculo basado en informes de inteligencia sobrevive totalmente a la prueba de acción.
Conocer al enemigo: “No se gana una guerra sin información fiable y oportuna”, escribió el duque de Marlborough, mientras que George Washington aseveraba “la necesidad de conseguir información fiable es obvia y no necesita demostración”.
Desde las campañas de Julio César, donde se explicita cuán sofisticado era el servicio de recopilación de información que había heredado de la República romana, hasta cómo los británicos lograron redefinir en el subcontinente indio el sistema desarrollado por el Imperio mogol en torno a los llamados harkaras (agentes diseminados por todo el territorio recopilando información que era transmitida por un sistema de postas), John Keegan logra con maestría adentrarnos en este mundo clave en la Historia.
También pasará revista desde Napoleón y Nelson a Stonewall Jackson y Churchill. Pero será en el capítulo final, dedicado a la Guerra de las Malvinas que marcará un punto clave en la historia de los Servicios de Inteligencia.
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