En la historiografía literaria uruguaya Rodó forma parte de la Generación del 900, que corresponde a la del 98 en España y a la Modernista en Hispanoamérica, junto con Javier de Viana, Carlos Reyles, Carlos Vaz Ferreira, Roberto de las Carreras, Julio Herrera y Reissig, María Eugenia Vaz Ferreira, Florencio Sánchez, Horacio Quiroga, Álvaro Armando Vasseur y Delmira Agustini; todos lectores de Nietzsche y de Baudelaire, aunque de allí derivaran posiciones distintas y a veces opuestas, como ocurría entre Reyles y Rodó, a pesar de la amistad que los unía.
Reyles, por ejemplo, no aceptó nunca el optimismo rodoniano. Pero todo el grupo se reconoce en la búsqueda de la “modernidad”. Todos, incluso los más atraídos por los elementos locales, como Quiroga, Sánchez o Javier de Viana, tratan de trascender los límites de la literatura “regionalista” o “criollista” y la tendencia a hacer predominar en la lengua literaria los rasgos dialectales, y en general lo logran. Florencio Sánchez será considerado el fundador del teatro rioplatense; Horacio Quiroga ha sido señalado, junto a pocos más, como el iniciador de la nueva narrativa hispanoamericana; Herrera y Reissig dejó una herencia poética fundamental para la poesía post-modernista e incluso vanguardista.
En medio de esta rica generación, tal vez única en el panorama uruguayo, la figura de Rodó se destaca en cuanto sólo él se empeña en la construcción de una dimensión americana y sólo él construye su americanismo a escala universal, como señaló lúcidamente hace ya más de medio siglo Emir Rodríguez Monegal.
Una trágica regla
No obstante, desdichadamente, en Rodó se verifica una trágica regla que parece atacar a los mejores escritores uruguayos: como Quiroga, Florencio Sánchez, Juan Carlos Onetti, Rodó tuvo que dejar la patria con amargura, decidido a no volver por un tiempo que programaba lo más largo posible. Pero luego se enfermó gravemente y murió antes de regresar; los otros, en cambio, partieron en exilio voluntario y definitivo. Es cierto que, cuando partió Rodó, sus colegas periodistas organizaron una manifestación para despedirlo que resultó popular y muy numerosa; pero también es cierto que este acto quería reparar la vergüenza de que el más famoso escritor nacional tuviera que viajar Europa como corresponsal de un periódico argentino porque el gobierno de su país lo había eliminado de la comisión destinada a representar al Uruguay en las celebraciones españolas por el Centenario de las Cortes de Cádiz. Por otra parte, mientras Rodó se afirmaba como filósofo y como maestro para toda la América española, los escritores uruguayos no reconocían su valor; el mismo Reyles, aun siendo amigo suyo, no compartía sus ideas.
La generación sucesiva, que surge entre 1915 y 1920, conocida como la Generación del Centenario, no fue iconoclasta, en parte porque casi todos los escritores precedentes habían muerto: María Eugenia, Sánchez, Rodó y Julio Herrera gravemente enfermos, Quiroga suicida, Delmira asesinada. El longevo Roberto de las Carreras fue encerrado en un manicomio a la edad de 35 años hasta su muerte, sin que lograra recuperar la memoria. La Generación del Centenario se propuso entonces crear una continuidad con la anterior y su expansión empezó aceptando las contribuciones de sus mayores, así como también tratando de superar el repertorio ya entonces exhausto del Modernismo y aceptando implícitamente las críticas que Rodó había hecho a Darío y a sus imitadores. Pero a pesar de ello, en este armonioso pasaje de una generación a otra, Rodó quedó afuera: fue olvidado e incluso tergiversado y criticado. Su idealismo pareció retórico; fue acusado de no considerar el problema indígeno, de incitar al ocio noble una sociedad que debía sobre todo trabajar para construirse un bienestar todavía no alcanzado.
Hoy día en cambio, volviendo a su obra con una mirada más amplia y desprejuiciada, se puede apreciar cómo sus fundamentos éticos y estéticos sigan en pie. Incluso su estilo, el culto del fragmento tan evidente en sus obras mayores como Motivos de Proteo y El mirador de Próspero, se puede considerar como un anuncio de un gusto literario y filosófico que el siglo XX ha reivindicado. Con una visión más lúcida y profética Alfonso Reyes había saludado esa tendencia rodoniana como la inauguración de un nuevo tipo de literatura, la fragmentaria, que hemos aprendido a admirar en obras de grandes maestros como Roland Barthes, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, y que más recientemente ha abierto las puertas a la flash fiction o micronarrativa.
De hecho, la superioridad espiritual de Rodó se ejerció en primer lugar sobre el grupo generacional, pero luego se difundió como estímulo y guía de nuevos caminos espirituales. No sobra recordar que la misma fundación de la Sociedad Rodoniana en 2009, con la afiliación de tantos estudiosos y amantes de la obra y de la persona de Rodó y con la intensa actividad de investigación y difusión de nuevos estudios rodonianos, es una prueba de cómo la herencia del filósofo y refinado escritor haya llegado a un vastísimo nivel.
Vencer, con honor
El punto central de su enseñanza, condensado en la frase con la cual empieza el primer fragmento de Motivos de Proteo, o sea “Reformarse es vivir…”, propende a la formación de una personalidad adulta y responsable, capaz de hacer elecciones conscientes y sin retroceder nunca en la búsqueda de la verdad, ni aun en el caso en que las soluciones percibidas puedan contradecir las propuestas del maestro, conservadas con devoción en la memoria de los discípulos. La parábola “La despedida de Gorgias” lo ilustra con exquisita precisión. En la cena de despedida, antes de encaminarse a la muerte –en una ceremonia y en circunstancias todas inventadas por Rodó, pero que en el parafrasear la Última Cena evangélica testimonian su constante deseo de hallar un punto de síntesis entre la cultura griega clásica y la cultura cristiana–, Gorgias rechaza la proposición de sus alumnos que quisieran jurar eterna fidelidad a cada una de sus palabras. Con el rechazo de Gorgias Rodó manifiesta su repudio del fanatismo y también de quienes se encierran cómodamente en el dogma. “La verdad que os haya dado [con mi filosofía]”, dice Gorgias a sus discípulos, “no os cuesta esfuerzo, comparación, elección […] como os costará la que por vosotros mismos adquiráis, desde el punto en que comencéis realmente a vivir”. Y sigue: “Quedad fieles a mí, amad mi recuerdo […], pero mi doctrina no la améis sino mientras no se haya inventado para la verdad fanal más diáfano”. El brindis entonces, propuesto por Leucipo, el mejor alumno, y aceptado por el maestro es: “Por quien me venza con honor en vosotros”.
Estas palabras del brindis son citadas muy a menudo porque resultan emblemáticas del pensiero rodoniano y no es casual que hayan sido elegidas para ilustrar el monumento dedicado al Maestro, realizado por José Belloni en 1947, que se levanta en un amplio espacio del parque que lleva también su nombre. O sea que hoy ya no quedan dudas: más allá de las incomprensiones e injusticias sufridas en vida, José Enrique Rodó es el gran Maestro que nuestro país ha dado a América y al mundo y sus enseñanzas nos siguen abriendo caminos y nos iluminan, estimulándonos a buscar verdades nuevas que serán ramas crecidas de sus raíces.
*Martha L. Canfield. Poeta, traductora y ensayista, docente de Literatura Hispanoamericana en Italia, miembro de la Academia de Letras del Uruguay, Premio Iberoamericano en México 2015.
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