En diciembre de 2019, todavía en tiempos de la “vieja normalidad”, abrió sus puertas en el balneario José Ignacio un centro tan especial como interesante. Se trata del MIM, Museo de la Imagen y la Memoria, del balneario y sus alrededores, en un céntrico local con frente a la calle Los Cisnes, esquina Eugenio Saiz Martínez.
Este emprendimiento privado, sin fines de lucro, ideado y dirigido por Sebastián Manuele (1951), un empresario argentino del mundo del arte que hace más de 30 años apostó por radicarse en el este uruguayo, primero con base en Punta del Este y luego en el balneario José Ignacio. Nacido en Buenos Aires, se inclinó por la carrera de Filosofía y Letras.
Llegado al país fundó la galería Los Caracoles, un centro de arte uruguayo contemporáneo, con sede en la calle principal de José Ignacio, y también desarrolló otras realizaciones como la revista Destino Arte, de proyección internacional, a través de las embajadas uruguayas en el extranjero.
Llegado el año 2018, y consustanciado con el balneario José Ignacio, donde vive en forma permanente, decidió dar un paso más allá e involucrarse en un nuevo emprendimiento de carácter cultural. De tanto conversar con los vecinos y turistas que visitaban la galería, se dio cuenta de la necesidad de definir la “identidad” del balneario y mantener sus características propias.
“José Ignacio tiene una suerte de identidad”
Para visitar el museo y conocer el proyecto, la idea detrás del edificio, entrevistamos a Manuele al declinar de una hermosa tarde de enero.
Con voz entusiasta, hilvanando una frase tras de otra con la fuerza del que está convencido, comenzó hablando de José Ignacio. Lo que es hoy un balneario, fue primero una punta solitaria cuya historia “se remonta a 1763, cuando el virrey Cevallos instaló una estancia en las tierras que, por entonces, pertenecían a la corona española, y la denominó ‘José Ignacio’, nombre que posiblemente debe corresponder a un antiguo poblador llamado José Ignacio Silveira, aunque otras versiones hablan de un indio que trabajaba en las misiones de los jesuitas”.
En la década de los 70, se levantó un faro para evitar los frecuentes naufragios que se daban en la zona y, tras él, llegaron los primeros visitantes que venían en carretas desde la lejana ciudad de San Carlos, traqueteando a través de las huellas de la que hoy es la ruta Agr. Eugenio Saiz Martínez.
Primero por afición, y luego con método, Manuele comenzó por armar una línea de tiempo-como se le llama hoy a las cronologías- marcando la evolución a través de las décadas. Hasta llegar a lo que es hoy un centro internacional donde, además de los residentes habituales, llegan en verano familias de distintas partes del mundo. Y entonces se produce el milagro de que todos, habituales y recién llegados, bajan sus revoluciones y pasan a vivir tranquilos, sin tiempo y con poco reloj. Una mano anónima, hace años, escribió un letrero que fue aceptado por todos: “aquí solo corre el viento”.
De la línea de tiempo, al mejor estilo de un “centro de interpretación”, pasó al convencimiento de que José Ignacio tiene una suerte de identidad propia que es necesario preservar. Porque en estos tiempos las localidades cambian muy rápidamente, y el progreso presenta una doble cara: la del crecimiento, pero también la de la despersonalización. Todo se vuelve amorfo y pierde identidad, por lo que resulta importante “crear conciencia” entre la gente.
Para ello, hay que empezar por valorar el pasado, ser consciente y estar orgulloso de los orígenes, de ahí la línea de tiempo. Pero también hay que seguir por el cuidado del presente y la apuesta por un futuro que no traicione el desarrollo ni le haga perder identidad.
El local del museo es pequeño y tiene las paredes cubiertas de esquemas, infos y fotografías. La idea inicial de un entorno “vivo”, es decir, de contacto con la gente, lleva a que cada uno pueda compartir sus propios recuerdos a través de las épocas.
El aporte de la comunidad
La primera aclaración de Manuele fue que “el funcionamiento del MIM es posible gracias al aporte de personas y empresas amigas de José Ignacio” y que la finalidad es que la gente sea parte de la conservación y de la memoria colectiva del lugar.
El centro se nutre con el llamado a los residentes que tengan o puedan tener en sus casas algún objeto, documento o foto que haga relación con la historia, invitando a acercarlo para su digitalización y archivo. De esta manera, se lo conservará y se le devolverá al propietario, junto con un diploma que acredite su colaboración.
Como la memoria se nutre de las vivencias, también se invita a concurrir a quienes tengan alguna historia o anécdota interesante, que se grabará y pasara a ser parte del acervo audiovisual. Lo mismo que las fotografías de paisajes, y aún las familiares, que pasarán a formar parte de álbumes o proyecciones audiovisuales.
Porque, y esta es otra de las pautas del proyecto: el museo aspira a convertirse en un centro cultural donde puedan realizarse exposiciones de arte, presentaciones de libros, conferencias, películas y hasta cursos. Y también de valoración del entorno, como de la historia del faro, la vida de los pescadores, de la flora y de la fauna de la cercana laguna de José Ignacio, etc.
Como todo emprendimiento, llegará tan lejos como lo acompañe y lo haga posible el apoyo de la gente.
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