Dice la Biblia que la muerte llega como un ladrón, cuando nadie la espera. Mi padre durante los años que compartimos inteligencia me contó muchas veces lo que parecía ser su propia versión del asunto. Se trata de la historia de un hombre que pasa frente al Palacio Salvo y desde uno de los balcones cae un lirón, lo golpea en la cabeza y lo mata. Mi padre daba énfasis al relato razonando que podía haber caído un trozo de mampostería, una maceta, una tabla de cortar carne puesta a secar… ¡Pero un lirón! Por tanto, decía, reelaborando la sentencia bíblica: «La muerte llega como un lirón». Para frenar al ladrón hay cerrojos, rejas, perros guardianes. Un lirón caído del cielo…
Siempre creí que la historia era de su propia creación, algo así como aquello de «contra el destino nadie la talla». Hasta que encontré una impensada referencia en unas palabras del Dr. Guido Berro Rovira en homenaje a la memoria del Dr. Guaymarán Ríos Bruno, ambos médicos forenses. Dice Berro que Ríos: «era muy entretenido, y hasta seguro que exageraba, cuando nos contaba “casos” y se entusiasmaba, como aquel de “muerte por nutria en 18 y Andes” (una nutria viva en un balcón del edificio Palacio Salvo se cayó de gran altura y mató a un señor que esperaba el ómnibus)». Aquí, en vez de lirón es una nutria, pero la esencia no cambia.
Leyenda o no, lo cierto es que afirmar que cada uno muere cuando le llega el turno, es un concepto difícil de controvertir.
Desde la pequeñez de la condición humana, uno puede llegar a pensar que esa ineludible cita con la muerte, debería tener alguna relación con el periplo vital. El poeta Gabriele D’Annunzio, héroe y mutilado de guerra, quería morir «en el esplendor del día y de la poesía». Sin embargo, sobrevivió a la contienda mundial, a sus locuras aeronáuticas, a la aventura de Fiume y murió a los 75 de un derrame cerebral en 1938. Su idea del bel morir no era precisamente esa. Escribió sobre Niesztche, palabras que hubieran servido para su propio epitafio: No le fue dado morir en el combate,/morir en pie y dispuesto/al paso más difícil/en la actitud de estirar el arco/brillante, pesado,/para el último dardo…
Chocano
Geográficamente más cercana es la peripecia de José Santos Chocano. Escribe el poeta peruano en sus Memorias que su adolescencia estuvo pautada por dos hechos: sufrir «todos los preparativos para mi fusilamiento» y «hacerle el amor, durante treinta días, a una muerta».
El asunto del fusilamiento tiene que ver con su participación en la revolución contra el general Andrés Cáceres. Hecho prisionero junto con un compañero se los conduce de noche hasta un lugar apartado. «El reflejo de la media luna hería las bayonetas, que se alargaban hasta el cielo». Pero no los fusilaron. La madre de Chocano, a través del arzobispo, enterada por un telegrama que un guardia accedió a enviarle, había logrado que suspendieran la ejecución.
En cuanto a «hacerle el amor a una muerta», no debe interpretarse en sentido textual. Había conocido a una señorita y quedado en conversar al pie de su ventana. Esa noche Chocano no pudo concurrir, pero en cambio lo hizo la noche siguiente y así durante veintiocho noches más. La ventana siempre permanecía cerrada. El día número treinta de la frustrada cita encuentra en la prensa una invitación a la misa en sufragio de la joven que había fallecido hacía un mes. Escribe en La casa desierta: Y volví nuevamente/a pasear por su calle. Pero quise aquel día/decidirme ya a todo: como nunca, impaciente/ golpeé entonces su puerta;/y escuché sólo el eco de una casa desierta/Los vecinos dijéronme: -Hace un mes que vivía…/¡Treinta noches estuve -siento horror todavía-/treinta noches haciéndole el amor a una muerta!
El amor y la muerte
Desde esas experiencias juveniles dice en sus Memorias: «mi vida toda fue una disputa violenta entre la muerte y el amor».
Sus aventuras amorosas parecen haber seguido la máxima de Alberdi: «gobernar es poblar», poblar, por lo menos. Cuenta que en Madrid se cruzó por la calle con una bella joven. Como buen poeta se le ocurrió la original idea de decirle «Preciosura». La dama no solamente no lo denunció sino comprendiendo que era foráneo, la curiosidad la llevó a interesarse por él. A la niña que nació al año siguiente la llamaron Esperanza. En realidad, era un déjà vu porque en Lima con el mismo procedimiento (galantería) dejó otra hija llamada Angélica. (En Perú también vivían su esposa y sus hijos). Sus memorias terminan con ese episodio, pero en 1912 se casó por civil en Nueva York con doña Margot Batres Jáuregui, una dama guatemalteca con la que tuvo dos hijos.
Su agitada vida lo llevó a Guatemala invitado por el eterno presidente Manuel Estrada Cabrera (lo era desde 1898). Estrada se encontraba en uso de su cuarto mandato y ejercía una férrea dictadura. Hacia 1919 comenzó un fuerte movimiento para intentar derrocarlo. Como resultado de una sangrienta contienda fue depuesto en 1920. Chocano lo apoyó hasta el último momento. A la caída de Estrada, una turba destruyó la casa de Chocano e incendió sus documentos. El poeta fue hecho prisionero y condenado a muerte.
La intercesión del papa, del rey de España, de varios presidentes y parlamentos americanos promovida por Margot Batre logró salvarle la vida. Se radicará en Costa Rica. Allí conocerá a una prima de su esposa, una chica de 19 años, que sería la madre de su hijo Jorge Santos.
La hora de la espada
Diplomático, asesor de Pancho Villa durante la Revolución Mexicana, defendía su ideal de las «Dictaduras Organizadoras» contra «la farsa democrática» que definía como «una oligarquía plutocrática». «Lástima del país que ni siquiera puede contar en su Historia con un tirano… ¡Si un Rosas nos hubiera purificado la administración pública…!», lamentará en 1922.
Esos juicios, así como su apoyo como asesor de muchos dictadores, le ocasionaban partidarios acérrimos y no pocos enemigos. Cuando en 1925 coincide con Lugones en un acto realizado en Lima y ambos hacen la apología de los gobiernos militares, el mexicano José Vasconcelos le responde con dureza desde el exterior. Chocano replica. Otros escritores se suman a la crítica. Entre ellos, Edwin Elmore Letts escribe una nota para el medio La Crónica. Enterado Chocano por el propio director del diario, de que no se publicaría el artículo, igual telefonea a Elmore y lo cubre de insultos. Esa tarde se encuentran por casualidad en la puerta del diario El Comercio. Elmore lo golpea, Chocano le dispara en el vientre. Operado, Elmore muere a los dos días. Chocano escribe El Libro de mi proceso intentando demostrar la legítima defensa. Lo condenan a tres años de prisión. Llueven las cartas pidiendo su liberación: Lugones, Constancio Vigil, Juana de Ibarbourou, Zorrilla de San Martín, Elías Regules, Edgardo Ubaldo Genta, Víctor Pérez Petit, Javier de Viana, Ariosto González, José Eustasio Rivera…, piden por el poeta. Luego de 14 meses detenido en el Hospital Militar, el gobierno peruano le concede la libertad por una ley especial.
Chocano parte para Chile donde en 1934 encontrará la muerte a manos de un desequilibrado que lo apuñala en un tranvía. Le había llegado la hora del lirón.
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