La semana pasada les contaba una historia acerca de unas no reconocidas semillas, que enviadas a la quinta para su siembra, dieron una enorme cosecha de nabos.
Esto sucedió dada la firme recomendación del italiano dueño de la semillería, que aunque no sabía de qué eran las semillas, su escasa moral y afán de venta, se sumó a lo incomprensible del idioma en el que estaba escrito en el envase de origen.
Los nabos crecen y se multiplican velozmente, eso lo vemos diariamente. Si bien pueden tener buenas cualidades y su consumo variados beneficios, no son tantos como promocionan.
Lo concreto es que ante esta situación -producto del engaño de un dueño inescrupuloso y de la confusión y la ignorancia por parte de los empleados sobre los productos que allí se vendían- el comercio del Italiano comenzó a perder clientela y credibilidad, a lo que se agrega, lógicamente, el dar pérdidas sustanciales, a tal punto que decidió vender el negocio y sacarse de encima un problema.
Puso un cartel grande como se usaba en aquel tiempo y llegaron los primeros interesados.
El italiano utilizaba la excusa de que no podía atenderlo más y que debía volver a su tierra natal, mas todos los empleados sabían que era porque todo se venía comercialmente “barranca abajo”, como reza el título de la obra del magnífico dramaturgo oriental Florencio Sánchez.
Todo hacía parecer que la venta del comercio se encaminaba, hasta cuando los promitentes compradores le pedían hacer una auditoría contable y un inventario.
Nada más era utilizar cualquiera de estas dos palabras por parte del interesado, para que el italiano expresara que era imposible hacer negocio alguno, a lo que agregaba entre dientes un “ma vaffanculo”, que no traduciré, pero si usted, estimado lector, lectora, recurre a los traductores que hay en la red, verá que no es precisamente un halago.
El Montevideo de aquel tiempo del primer tercio del siglo XX, era un pueblo chico y las noticias corrían rápidamente a modo de chusmerío.
La gente empezó a comentar en voz alta y a desconfiar de la honestidad y honorabilidad del Italiano.
Se empezaron a tejer muchas teorías acerca de la vida del mismo, desde capo mafioso a masón, cuentero a truhan, pasó por todas las categorías.
El italiano esgrimía como motivo principal el tema de la confianza:
—Se non c’è fiducia non ci sono affari —repetía el tano, algo así como “sin confianza no hay negocio”, tratando de afectar a los posibles compradores que pedían la auditoria.
Quienes allí trabajaban, sabían que el orden financiero no era el fuerte de la empresa y también que las compras en negro eran de todos los días.
Resumiendo, esta empresa no resistiría una sola auditoria seria, todos sabían de su mal manejo, de la desprolijidad, pero nunca había pasado nada judicial, porque los que debían encargarse del contralor nunca hicieron su trabajo o como muchos sospechaban, estaban comprados y campeaba la corrupción.
La corrupción existió siempre, tan vieja como la existencia del ser humano, en todos los niveles y nadie está vacunado contra este mal. Pero eso no lo justifica y cuando sucede en las altas esferas gubernamentales, esto sí que hace daño mayúsculo a la sociedad.
Por suerte la justicia tarda pero llega.
Los “placeres” y la vida de los que disfrutaba el italiano se le terminaron y la transparencia llegó a verse como “en vidrio”, claramente, apenas empezaron las auditorías a las que se negaba y que todos le reclamaban, que antes no se producían, por el silencio cómplice de los corruptos de turno.
El italiano no pudo vender, ni fugarse, no pudo desplegar las alas, ni subirse a un PLUNA para volarse del país y se quedó sin nafta… de Ancap, para poder siquiera perderse por algún camino.
Fundido y sin honor, así terminó la historia del tano que no hacía más que mascullar aquel “ma vaffanculo” mientras la auditoría le descubría cada día una nueva irregularidad.
Addio caro amici.