Las bromas pesadas a nuevos integrantes de una empresa eran moneda corriente en tiempos de antaño.
Hoy por hoy, creo que ya no es así, por lo menos en el ámbito en los que yo me muevo.
Esto no quiere decir que no siga pasando y que algún inocente caiga en las fauces de algún veterano bromista que no conoce límites entre el chiste y la falta de respeto.
Creo que todos nosotros conocemos alguna broma pesada o inocentada de la que pudimos ser cómplices, involuntarios o no, contra el novel cadete o empleado recién llegado.
Me vienen a la mente algunas bromas que vi.
Recuerdo el caso de una distribuidora de casetes de música de una desaparecida empresa, con filiales en todo el Uruguay. Tomó como cadete a un joven muy inocente recién llegado de Tambores, localidad compartida entre Paysandú y Tacuarembó, donde solo nace gente buena y hacendosa decía el joven trabajador, protagonista de una infame broma a la que fue sometido y que desarrollaré a continuación.
Al encargado de la empresa, muy jovial y dicharachero, se le ocurrió que la mejor forma de hacerlo pagar “derecho de piso” era ponerlo a reciclar las carátulas de los viejos casete, así que lo envío al baño de la empresa con una caja de 500 cintas fonográficas para que lavara las cajas y limpiara cuidadosamente las caratulas con una esponja con alcohol y cepillo de dientes, e hiciera con unas cuerdas y palillos de ropa un tendedero para que se secaran “a la sombra”.
Imaginen el resultado de la broma, que dejó de ser tal, cuando llegó el gerente y vio varias cuerdas con carátulas descoloridas y colgadas con palillos y al nuevo empleado, recibiéndolo, con una gran sonrisa de oreja a oreja con la alegría del deber cumplido.
Hay muchos casos de inocentadas, muchas veces, colectivas, barriales.
Mi madre tuvo almacén y allí se veía y oía de todo.
Había cerca de la provisión dos talleres mecánicos que adquirían sus vituallas alimentarias en el comercio de Doña Chicha.
De alguna forma, la cercanía del trato diario y la calidad de gente hacían que tuviésemos una relación muy parecida a la amistad.
En uno de estos talleres ingresó un hombre, ya veterano, de cuerpo enjuto y grandes lentes de grueso cristal. Recuerdo su voz aguda y su modo gentil y bonachón. Además era poseedor de un nombre difícil de olvidar, Leoncio, si como el león de los dibujitos animados, que hacía dupla junto a Tristón en las series de cómics de antaño.
Un buen día, Leoncio entró al almacén a buscar “jugo de ladrillo” que era, según su encargado del taller, para darle color y textura a la pintura de los autos rojos.
El pobre Leoncio, que claramente desconocía por completo el tema de la pintura de autos, ya había ido a las ferreterías del barrio como le habían indicado y ninguna le advirtió del hecho de que se trataba de una broma.
Como no quería llegar con las manos vacías, pasó por el almacén a preguntar, por las dudas, si teníamos en stock el dichoso jugo.
Al tiempo cuando ingresó al taller un nuevo integrante, de nombre Fernando, Leoncio, ya muy experiente, sometió al joven a una broma.
A modo de venganza personal, le indicó que tenía que ir a buscar cinco metros de “Cadena Andebu” a la ferretería y que no podía volver sin ella.
Pero la historia de Fernandito se solucionó muy rápido.
Cuando volvió al taller y le preguntaron por la Cadena, contestó con tristeza y bronca:
—Me la negaron.
La historia parece se reitera hoy.
Hay otro Fernando, al que le negaron la Cadena.
Cosas del destino.