…y no saber adónde vamos, / ¡ni de dónde venimos!
Rubén Darío
En su poema Lo fatal, dedicado a su amigo el chileno René Pérez, Darío usa las palabras del epígrafe para sus últimos versos. Leer a Belloc puede ser una buena guía para incursionar en ese enigma.
Hilaire Belloc (1870-1953) fue ensayista, novelista, humorista, poeta y político. Nacido en Francia, de padre francés y madre inglesa, hacia principios de siglo adquirió la ciudadanía británica. Escribió más de cincuenta obras, entre ellas: El estado servil (1912), Europa y la fe (1920), Las grandes herejías (1938), La Crisis de Nuestra Civilización (1939).
La última citada fue el resultado de una serie de conferencias que en los primeros meses de 1937 dictó en la Universidad de Fordham (una universidad católica neoyorquina, regida por la Compañía de Jesús, fundada en 1843), que se transformaron en La Crisis de Nuestra Civilización. El objetivo de la obra es demostrar que la civilización cristiana estaba “en peligro de muerte”. Ochenta y cinco años después sus prevenciones parecen haber ganado la partida. Vale la pena transcribir lo que el historiador describía como remedio para evitar lo que veía como el antídoto frente al comunismo.
Así, afirmaba que la alternativa suponía “la restricción del monopolio, el doblegamiento del poder del dinero, la implementación del trabajo cooperativo y la amplia distribución de la propiedad privada […] y la estricta restricción de la usura y de la competencia”. El único inconveniente para la aplicación de esos instrumentos era que no podían utilizarse “en una atmósfera desprovista de la filosofía católica”.
Como en toda crisis, la solución empieza por determinar su grado de gravedad y las causas que la ocasionan. Y al caso es necesario recurrir a la historia, porque, como bien dice, “la historia de lo que fuimos explica lo que somos”. Aquí nos encontramos con otro problema, porque si no lo entendemos, terminaremos exigiendo al gobierno de España –en perfecto español–, que se disculpe por el descubrimiento, la conquista y la colonización de América.
El asunto que ocupaba a Belloc no era ese precisamente, sino explicar la historia de la Cristiandad, por lo que se preguntaba: “¿Qué sucedió en la formación de Europa?”. Y con ese motivo inicia una digresión sobre cómo llegar al conocimiento de la “verdadera historia”. Un tema que sigue preocupando a los pensadores y que es de importancia extrema.
La narrativa
Como simples ciudadanos, sabemos que la historia, muchas veces, depende de quién la cuente. Si se trata de un protagonista puede pensarse que al serlo dará una versión directa de los acontecimientos. Pero esa versión también puede ser interesada. En un conflicto amoroso, si estamos a lo que cuenta cada miembro de la pareja veremos que hay dos versiones. La icónica película de Kurosawa aportó el llamado “efecto Rashomon”. El filme trata sobre un hecho de violencia en la mirada de distintos testigos, donde todos declaran versiones diferentes. La idea del director japonés es resaltar la subjetividad de los espectadores, pero en otros casos, existe una intencionalidad en faltar a la verdad.
¿Están acaso los historiadores libres de esos pecados? Y aquí no aplica lo de la primera piedra. Años antes de que Belloc reflexionara sobre estos temas, decía Rodó en su Liberalismo y jacobinismo: “La historia no es ya una forma retrospectiva de la arenga y el libelo como en los tiempos de Gibbon y Voltaire. La historia es, o bien un camposanto piadoso, o bien un laboratorio de investigación paciente y objetiva; y en cualquiera de ambos conceptos, un recinto al que hay que penetrar sin ánimo de defender tesis de abogado recogiendo en él, a favor de generalizaciones y abstracciones que son casi siempre pomposas ligerezas, armas y pertrechos para las escaramuzas del presente. Quien tenga desinteresado deseo de acertar, ha de acercarse a ese santuario augusto, purificado de las pasiones del combate, con un gran fondo de serenidad y de sinceridad, realzadas todavía por una suficiente provisión de simpatía humana, que le permita transportarse en espíritu al de los tiempos sobre que ha de juzgar, adaptándose a las condiciones de su ambiente”. Cierto es que lo marca Rodó es el deber ser de la historia. Cualquiera que con un mínimo de objetividad lea la mayoría de los textos sobre la llamada “historia reciente” de nuestra País, podrá apreciar que esos autores se encuentran bien lejos de Rodó.
La historia verdadera
De modo que Belloc quiere delimitar el terreno a partir de cuatro postulados:
- La verdad es un asunto de proporción.
No se trata de determinar la cantidad de verdad que puede contener en una afirmación. Por algo la sabiduría popular recoge aquello de que la verdad a medias es la peor mentira. Lo que dice Belloc es que la información debe contener los elementos que la componen de acuerdo con su jerarquía. Supongamos que alguien preguntara quién fue Shakespeare y la respuesta fuera: “Un hombre que nació en tal lugar y joven se radicó en Londres, donde se hizo actor”. Eso no sería historia verdadera. En cambio, contestar que fue el poeta más grande de la lengua inglesa sí lo sería.
- La Religión es el principal elemento determinante en la formación de toda civilización.
Belloc no cree que esta aseveración se admita con facilidad, pero al concepto de “religión” le da un sentido lato. Comprende una filosofía social, una actitud frente a la vida. Ejemplifica el concepto con el culto del Estado, con sus símbolos y su liturgia. Parece claro que no puede tener el mismo comportamiento una sociedad que cree en Dios, que aquella que no lo hace. Es obvio que los valores morales que sustente un grupo humano, aquello que sea tenido socialmente por bueno, informa la legislación. Una sociedad materialista legalizará el aborto, aunque buscará subterfugios para justificarlo, porque íntimamente sabrá que está legalizando el crimen.
- La evidencia sobre la cual descanse nuestra conclusión histórica debe incluir mucho más que simples documentos.
Apela aquí a la tradición y al sentido común. La tradición, aunque pueda estar deformada por el paso del tiempo y contener elementos legendarios, siempre es sincera. La desconfianza del historiador es hacia los documentos redactados por testigos, muchas veces interesados. El sentido común ayuda a interpretar estos relatos que se trasmiten de generación en generación. Pone como ejemplo el número de participantes en una batalla, que muchas veces son desproporcionados.
- La verdadera historia es objetiva.
El historiador serio debe desprenderse de toda subjetividad. Debe limitarse a narrar lo sucedido, sin agregar “aplausos o lamentos”.
Un texto imprescindible para quien quiera inquirir adónde vamos y de dónde venimos.
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