«Alberto Hidalgo señaló mi costumbre de escribir la misma página dos veces, con variaciones mínimas. Lamento haberle contestado que él era no menos binario, salvo que en su caso particular la versión primera era de otro».
Borges, prólogo a El Otro, el mismo (1964)
Dicen -y lo afirmo con toda la propiedad de lector de Borges- que todo lector es coautor, que el que lee reinventa las palabras escritas. Así, leo a Borges y lo reescribo. Pongo el caso de Borges porque me resulta particularmente claro: la mayoría de las cosas que dice no las entiendo. De todos modos, basta tener un texto ante los ojos que leen para transformarnos en «colaborador, copartícipe o cómplice», expresiones que aparecen como sinónimas a coautor. Como se advierte, esto puede ser extremadamente peligroso.
Si seguimos al Diccionario de la RAE, por «colaborador» se entiende: «Compañero en la formación de alguna obra, especialmente literaria». En cambio las otras posibilidades contienen, en algún caso, ribetes delictivos. Imaginémonos tomando un libro titulado Un viaje por el Amazonas. Lo abrimos con total inocencia y nos encontramos un manual sobre terrorismo. Eso es complicidad en la autoría de material subversivo. En muchas regiones del mundo significa prisión o muerte (o las dos cosas, en el orden que disponga la autoridad).
Entonces, potencialmente todo libro es peligroso y debe manipularse con cuidado. Conviene, para evitar males mayores, hacerlo leer por otra persona o directamente no leerlo. En algunos lugares, y a través de los tiempos, hay quienes se encargan de leer y eliminar textos comprometedores, haciendo así un gran servicio a la comunidad. El Montag de Bradbury, por ejemplo.
Doppelgänger
Lo más sensato, por menos riesgoso, sería partir de una página en blanco. Pero, ¿qué haría este «coautor» frente a una página en blanco? Manejemos hipótesis. La dejaría cortésmente en blanco, resguardando el soporte que podría registrar el mejor cuento del mundo. A pesar del gran servicio a la Naturaleza que su actitud prestaría, no satisfaría con ello su vocación lectora. La alternativa es escribir su parte en la obra, porque no puede leerse lo que no está escrito. Mientras lo escribe lo lee, o sea es lecto-escritor. Luego, solamente lo lee, con lo que asume un nuevo yo, ahora sí, por fin, lector en su doble faz de coautor.
Borges sostiene en sus escritos cuatro o cinco ideas básicas, entre otras, dice: «yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres», postulado que toma de Schopenahuer. De ahí, no resulta descabellado afirmar que «todos los autores son un autor» y citar a Angelus Silesius cuando afirma: «todos los bienaventurados son uno y todo cristiano debe ser Cristo».
El escritor es un ilusionista, crea un mundo que no es real, un mundo de palabras, que otros se encargan de presentar primorosamente en forma de libro, un objeto de consumo
Sin embargo, cuando escribió «El otro», la historia de un hombre que se encuentra con su yo pasado, esto es, con él mismo, joven, alguien lo acusó de plagio: Giovanni Papini había escrito un cuento con el mismo argumento muchos años antes. Como Papini no podía enjuiciarlo porque ya había muerto, otros lo hicieron. Debió responder acorde con su panteísmo literario: si todos los autores son un autor, el plagio no existe. No sabemos por qué Borges prefirió dar otra explicación: «Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria». Fiel a sí mismo, explica con un acertijo: el olvido como una forma de la memoria.
Duplicando el doble
Tampoco Papini había inventado el doble. En 1839 Edgard Poe publica «William Wilson», otro doble hasta la uve doble y que, además, termina con uno muerto como en el cuento de Papini. El encuentro de Borges con el joven Borges genera el mismo desencuentro que el de Papini con el suyo. Pero Borges no lo ahoga en el estanque o lo atraviesa con su espada como Wilson. Solo lo reduce a un adiós inteligente de los dos.
En «Pierre Menard, autor del Quijote», Borges adjudica a Menard, que había leído la obra de Cervantes en su juventud, la reescritura textual de fragmentos del Quijote. Así, hay un texto de la autoría de Cervantes y otro idéntico de Menard, aunque la interpretación sea diferente. Esto hace aun más inexplicable la defensa que hace de su presunto plagio y nos presenta otra faceta de la duplicidad borgeana: la del autor que no cree en lo que propone.
El coautor es otra clase de doble, aunque no deja de serlo. Pero esto no es todo. Hay algo peor. El escritor es un ilusionista, crea un mundo que no es real, un mundo de palabras, que otros se encargan de presentar primorosamente en forma de libro, un objeto de consumo. Mercadería que ha de quedar unos días en la vidriera, carnada para los peces con su incitante portada, hasta que llega el incauto que lo compra, a veces, para regalarlo. Tal vez, alguien se acercará a abrir sus páginas con esperanza y encontrará literatura, ficción, fantasía, cosas que no existen presentadas con la expresa intención de hacerlas creíbles. Cosas falaces, fingidas, falsas, fraudulentas. El escritor exitoso es el que logra que sus mentiras sean aceptadas, que el lector sonría o llore o se enoje con el personaje. Esto es, el mejor mentiroso. Y usted que lo lee, es su cómplice.
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