Uno siempre aprende en esta vida. Y lo que ya no le sirve al Alberto, me sirve a mí como experiencia. No se puede hacer las cosas sin estar bien informado. Porque por ahí uno cree algo y termina siendo distinto. Si un médico se equivoca en un diagnóstico, póngale que dice que le duele la barriga y tiene apendicitis, el hombre se le muere. En cualquier oficio es igual, si es carpintero y toma mal las medidas, después la puerta es mucho más grande que el marco y hay que picar, sacar el marco, poner uno más grande y después la puerta de nuevo. Resultado: más trabajo. Cuando se hacen las cosas bien, se trabaja menos, pero para eso hay que informarse. Con más razón cuando la ocupación de uno es peligrosa. Por ejemplo: bombero. Es complicado el trabajo del soldado del fuego. Arriesga la vida cada vez que se mete en un incendio. De repente, para salvar a alguien muere él. Y no es una profesión bien pagada. O sea, arriesga la vida por un sueldo que no le alcanza para nada. Tiene la ventaja de que cobra todos los meses y que se puede jubilar. Nosotros, yo y el Alberto, aunque él ya no, pobre, nosotros somos, bueno éramos, no me acostumbro pobre Alberto. No era mala persona.
Yo creo que lo perdió la juventud, porque me podía haber tocado a mí, pero cada cual tiene su función y eso pasa en todas las organizaciones. La mía es más bien la dirección técnica, aunque cuando tenía la edad del Alberto lógicamente también hice trabajo de campo. Porque no hay una escuela donde se pueda aprender el oficio, aunque sí hay maestros. Me acuerdo de aquel español de apellido Castellanos, que me enseñó algunas cosas allá por el ‘64. Compartimos un tiempo con el hombre en Punta Carretas, ahí donde ahora está el Shopping. Decían que era violador, pero nunca le pudieron probar nada. Un maestro el hombre. Después –en esto es como todo– hay mucho de creación individual y talentos como dice el doctor que dice la Constitución. A veces las cosas marchan bien, hay trabajo y se gana plata, porque también es cuestión de suerte, y otras veces no ligás, y bueno… En lo del Alberto pasó eso, no ligó, porque el asunto lo estudié yo con mucho cuidado.
El plan es fundamental, porque ahí se ve bien claro la diferencia entre un chanta y un profesional. Hay que ver todo sin que lo vean a uno. Cantidad de personas, horarios, alarmas, perros, puntos de escalamiento, distribución de la casa, vecinos, iluminación. Estos eran dos, un matrimonio brasileño o paraguayo. Una casa grande en la zona del Prado, con jardín al frente y un fondito. Tenían dos perros doberman de esos negros musculosos con doble hilera de dientes. Lo que no había eran sensores de movimiento, porque cuando el hombre llegaba de noche en el auto –una camioneta Land Rover– no se prendía ninguna luz. Se veía que eran estancieros porque muchas veces la camioneta estaba cubierta de barro. Una de esas vueltas en que estaba de guardia, siguiendo a la patrona, fui a un comercio cercano a comprar cigarrillos y oí una conversación entre ella y otra mujer. No escuché bien, pero me pareció entender que mi vigilada hablaba del marido, un científico llamado Félix Concolor o algo parecido y la otra la miraba abriendo unos ojos enormes. Me hizo gracia el nombre, porque me recordó una revista de dibujitos que leía cuando era chico, o tal vez era de esos chistes que aparecen en el diario: el gato Félix. Se lo comenté al Alberto, pero no tenía la menor idea del gato Félix y me dijo qué carajo importa cómo se llama, me dijo. Yo me quedé callado al principio, pero en seguida le dije que no fuera burro, que sí importa, que este Concolor podía ser aquel que fue presidente del Brasil, aquel que lo echaron- y que debía de estar lleno de plata. El Alberto ni idea tenía. Era como si le hablara en chino. Yo trataba de educarlo, porque en cualquier oficio –y en el nuestro es muy importante también– la cultura ayuda.
Y después fue cuando me agarré la diarrea. Ahí fue donde la cosa se complicó, porque no podía ir a trabajar. Entonces le dije al Alberto que fuera él. Que agarrara el uniforme de cuida coches, ese del chaleco del banco y el palito rojo y fuera él a vigilar la casa. No quería ir. Yo no sé… la botijada de ahora no quiere laburar. Se creen que la luna es un queso. Dijo que el uniforme no se lo ponía, que no era tarea de él, yo que sé la cantidad de disparates que dijo… En el fondo tenía razón porque los problemas empezaron ahí.
Esa noche volvió con unas novedades rarísimas. Dijo que el hombre había venido en la camioneta con una caja enorme atrás que la bajaron entre cinco y la llevaron para el fondo. Dijo que el hombre había cargado una valija en la camioneta. Dijo que se había ido y que se llevó los perros.
Yo todavía estaba mal, pero las cosas se daban, así que estar enfermo era un lujo que no me podía permitir. Si la mujer estaba sola, había que hacerlo esta noche. Es lo que tiene este oficio, no hay noche ni día, ni horarios, ni licencias, es como un médico de mujeres que si tiene que salir a las tres de la madrugada tiene que salir. Así que nos fuimos con el Alberto. Yo le iba dando las últimas instrucciones: trepá por allí, tené cuidado con aquello, llevá bien sujeto el spray, abrí tal ventana, vas al cuarto la rocías, bajás y me abrís. El Alberto trepó por allí, tuvo cuidado con aquello, llevó bien sujeto el spray, abrió tal ventana, se metió en la casa, y cuando yo esperaba que me abriera lo veo salir volando por la ventana como si fuera una gaviota. Por supuesto se estrelló contra el piso que es lo que pasa generalmente en esos casos. ¿Qué iba a hacer? Me quedé un poco mirando a ver si se movía o se quejaba, pero ni se movió, ni se quejó, ni se prendió la luz de la casa. Yo estaba muy debilitado y me sentía bastante mal. ¿Qué iba a hacer? No podía cargar con el Alberto normalmente, y menos en esa situación. Además, pensé que estaba muerto, porque un golpe de esos liquida a cualquiera. Lo llamé despacito: Alberto, Alberto… Donde gritara mucho lo único que iba a conseguir era despertar a los vecinos, aparte me pareció ver movimiento en la ventana, así que rajé. ¿Qué iba a hacer?
Al día siguiente –ese mismo día en realidad– puse el informativo bien temprano. Nada. Cacé el uniforme y me fui a trabajar, porque si no iba, iba a parecer sospechoso. El Alberto ya no estaba. En su lugar, había una mancha encerrada en un dibujo con tiza. La gente comentaba, ¡qué barbaridad! ¿Qué pasó?, digo haciéndome el gil. Un vecino de lo más comedido me dice: un muchacho parece que quiso robar ahí enfrente, se cayó y se mató. Lo tiene merecido, a estos tipos hay que matarlos a todos. Ah sí…, dije yo, ¡qué barbaridad!, y pensé: no se cayó, salió volando que no es lo mismo. A la noche prendo el informativo y justo estaba la mujer explicando. Unas pretensiones la fulana. Yo mismo me pregunté ¿y ésta quién se cree que es, la reina de Jade? ¿O era la reina de Java? y ahí me entró la duda. Hice un esfuerzo y me controlé porque como siempre digo, hay que estar informado, porque la cultura ayuda y para eso está el informativo. La próxima vez habrá que tener otras precauciones, estudiar más, porque uno se encuentra con cosas increíbles y la vida moderna presenta a diario nuevos desafíos cada día. El Alberto fue víctima de la ignorancia. Se conoce que nunca había visto un puma… Y otra cosa, tendría que haber una ley que castigara a esta gente.
¡Cómo van a tener animales sueltos dentro de la casa!
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