Si fue usted alguna vez a Capri, seguramente no se perdió de visitar la Gruta Azul y la casa de Axel Munthe. Conocer la Gruta por dentro es más complejo porque depende de la marea. Si está alta, bloquea la entrada e impide el ingreso (salvo que quiera bucear). En una breve visita que hice a la isla encontré esa situación. Mi desilusión se vio atemperada recordando la descripción que hace
Rodó de su propia experiencia recogida en Camino de Paros. Las condiciones del tiempo no eran favorables y dentro de la gruta el mar comenzó «a picarse, y como la estrechísima boca… solo da fácil paso mientras el agua está enteramente tranquila, debo esperar el momento de salir, tendido en el fondo de la barca en la actitud de un cadáver en su féretro». Esto fue en marzo de 1917. Falleció el 1° de mayo. Cierto es que no todas las visitas son tan fúnebres, pero yo estaba siguiendo el itinerario de Rodó y pasaba por Palermo. Aunque parezca pueril, me tranquilizó pensar que había eludido esa estación.
Axel Munthe (1857-1949) fue un médico sueco especialista en psiquiatría y escritor. Discípulo de los famosos Claude Bernard y Jean-Martin Charcot y recibido a los 23 años, llegó a ser médico personal de la reina de Suecia. Fascinado por Capri, lugar que había conocido a los 18 años, se prometió construir una villa. Y lo hizo. Compró las ruinas de San Michele, una capilla del siglo X, y le mantuvo el nombre. Así lo relata él mismo en su libro más conocido: Historia de San Michele. El libro estádedicado «A S. M. la Reina de Suecia protectora de los animales maltratados y amiga de todos los perros». Se refería a Victoria de Baden (1862-1930) esposa del rey Gustavo V., dama con la que las malas lenguas le atribuyeron más que una amistad.
En el prólogo, cuenta que el escritor Henry James (Las alas de la paloma)le aconsejó: «Para un hombre que desea olvidar su desgracia, nada mejor que escribir un libro». No tengo claro cuál sería la desgracia de James, pero Munthe estaba ciego.
Kafka decía que «un escritor que no escribe es un monstruo que está desafiando la locura». Graham Greene, por su parte, afirmó que «escribir es una forma de terapia» y se preguntaba cómo harían los que no escriben «para escapar de la locura». Cierto es que admitía otras terapias como pintar o componer música. Aunque no siempre funcionan. Van Gogh y Robert Schumann son buenos ejemplos. Tampoco le funcionó a ese gran escritor del siglo XIX que fue Guy de Maupassant.
Munthe trató a Maupassant, y en esa especie de autobiografía que es la Historia de San Michele, le dedica unos cuantos párrafos. En opinión del médico sueco, la mayoría de los novelistas y poetas que describen los bajos fondos pocas veces los frecuentaron. Los que se refieren platónicamente a la muerte como liberación, temen a la muerte. Lo propio aplicaría, de acuerdo con él, a los prolijos descriptores de orgías. La única excepción que conoce es la de Guy de Maupassant, «y por tales excesos le he visto morir», rubrica. En cuanto a la actitud frente a la muerte, el escritor caía dentro de la regla.
Maupassant
Al igual que Munthe y una variopinta galería de personajes, Maupassant asistía a las lecciones de los martes, que el profesor Charcot ofrecía en la Salpêtrière. El célebre médico francés, director del hospital, dedicaba sus sesiones a la histeria y a la hipnosis. En una de esas conferencias Munthe trabó relación con el escritor. En ese entonces, Maupasssant estaba recopilando información para su relato Le Horla, de modo que las conversaciones giraban sobre el hipnotismo y las perturbaciones mentales. Recuerda también Munthe que Maupassant estaba obsesionado por la idea de la muerte y lo interrogaba sobre los distintos venenos y su acción. En una de esas charlas le preguntó sobre la muerte en el mar. Munthe le dijo que si era asido a un salvavidas sería un final terrible por la prolongación del sufrimiento. Maupassant quedó unos instantes en silencio y contestó que entonces habría que desembarazarse de los salvavidas. La charla tenía particular interés porque estaban a bordo del yate de Maupassant. Pero no era esa la muerte escogida por el escritor, prefería irse de este mundo en brazos de una mujer. Con la vida que hacía era lo más probable.
Escribía bajo la influencia del champán mezclado con éter y «toda clase de drogas». Y así como producía una obra tras otra, también consumía mujeres, desde actrices y bailarinas a simples prostitutas. Limitarse a una sola mujer, escribe Maupassant a su amigo el novelista René Maizeroy, sería como si «un aficionado a comer ostras no comiese sino ostras en todas las comidas y durante todo el año». Se vanagloriaba particularmente de acostarse con misteriosas damas de la alta sociedad que concurrían a su apartamento de la calle Clauzel. Munthe afirma que esa ufanía era sintomática de una inminente folie de grandeur.
Perdiendo la razón
Según Munthe, Maupassant le confió que estando en su escritorio escribiendo su nueva novela, vio entrar en su despacho a un desconocido que se sentó frente a él para dictarle lo que debía escribir. Luego descubrió horrorizado que el desconocido era él mismo.
La escritora francesa Hermine Oudinot Lecomte Du Nouÿ afirma que algunos días antes de sus dos intentos de suicidio –navaja y pistola– preguntó a su médico el Dr. Frémy «¿Cree usted que me vuelvo loco? Porque no me cabe dudar entre la locura y la muerte». En Suicidas, un cuento recogido en Las hermanas Rondoli, dice: «Mientras me afeito, cada mañana me seduce la idea de degollarme, y mi rostro, el mismo siempre, que se refleja en el espejo con las mejillas cubiertas de jabón, muchas veces me hizo llorar de tristeza».
Pero es en El Horla, un relato escrito en forma de diario, tan valioso como pieza literaria como de análisis clínico, donde es más explícito. Un proceso de cinco meses escrito en primera persona en que el narrador siente que un ser invisible se ha ido apoderado de su alma. Luego descubre que no está solo: en Brasil las gentes se sienten acosadas por «seres invisibles aunque tangibles, por una especie de vampiros». Uno de esos invasores, polizón en un bergantín brasileño llegado a Francia, se ha adueñado de él. Lo llama El Horla y cree que es el reemplazante del ser humano. Un ente al que intenta matar incendiando la casa. Es inútil: «…no habrá muerto… Y en ese caso lo más conveniente será que muera yo…», reflexiona sombríamente en el cierre del relato.
Munthe volverá a encontrarse con Maupassant. Estaba paseando del brazo de su criado Francois, por los jardines de la Maison Blanche, un hospital psiquiátrico donde fallecería afectado de sífilis. Arrojaba piedrecitas a los canteros florales mientras decía que «en primavera crecerán todas, como tantos otros pequeños Maupassant… con tal que llueva». Se apagó su vida un 6 de julio de 1893.
¿Es su historia de El Horla una prueba de locura? ¿Eran esos invasores un mero delirio de su imaginación o un ejercicio literario?
Después de todo, como él mismo hace decir a uno de sus personajes –un fraile con el que dialoga en el Monte San Miguel en Avranches–: «¿Acaso conocemos la cienmilésima parte de lo que existe?».
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