Cuando en 1878, el hijo de un exministro de Justicia contrajo matrimonio con Teresa Daurignac, seguramente pensó que su boda le cambiaría la vida. Y no estaba equivocado, aunque Federico Humbert no pudiera prever la dimensión del cambio. Después de todo, la dama había aportado como dote su mera figura… y un extraordinario talento que Federico no tardaría en descubrir.
Humbert y sus cuñados, Román y Emilio Daurignac, se dedicaban a la viticultura. Federico, además, a sus actividades de pintor aficionado y poeta. Hacían un matrimonio agradable y eran bien recibidos por la sociedad burguesa. Pronto nació una hija a la que nombraron Eva.
De repente, con esa velocidad con que los rumores circulan cuando son importantes y ambiguos, en la primavera de 1883 corrió por la sociedad una noticia impactante: Teresa había heredado una fortuna de un tío norteamericano de apellido Crawford quien le había dejado en un testamento ológrafo cien millones de marcos.
La herencia
Estaban abocados a hacerse de la herencia cuando surgieron dificultades. Dos sobrinos de Crawford, también multimillonarios, se presentaron ante la Justicia a través de sus abogados, alegando la posesión de otro testamento donde ellos eran los herederos. Después de las primeras actuaciones, como las relaciones de parentesco eran cordiales, acordaron que los títulos y valores que constituían el patrimonio de la herencia quedarían alojados en la caja fuerte de Federico Humbert hasta la dilucidación del asunto. De todos modos, el tema quedaría resuelto porque la hermana de Teresa, María Daurignac, una vez llegada a la mayoría de edad, se casaría con uno de los Crawford y todo quedaría en familia.
Heredar una fortuna, aunque en este caso congelada, tiene un efecto casi mágico sobre el crédito. Bancos y prestamistas particulares abrían sus bolsas alegremente a los Humbert, que cambiaron su modesto apartamento por una regia casa. Los nuevos ricos adquirieron propiedades y con los hermanos Daurignac organizaron una sociedad que titularon «Renta Vitalicia». Agruparon rentistas con pequeños capitales con los que formaban un fondo común, que reinvertían, vertiendo sus intereses al pago de los rentistas.
Los Humbert comenzaron a llevar una vida a todo tren, recibiendo al Tout-Paris en su mansión de la Av. Grande Armée 65 donde organizaban grandes fiestas con representaciones teatrales con obras de la autoría de Eva Humbert.
El litigio entre los Crawford y los Humbert-Daurignac se prolongó durante diecisiete años acumulando miles de fojas de expedientes judiciales. Aunque cuando María llegó a la mayoría de edad decidió no casarse con un hombre mayor, como sin duda serían los Crawford, la relación familiar se mantenía en términos cordialísimos. Durante un almuerzo para una gran cantidad de personas por su cumpleaños, María Humbert recibió un paquete enviado por Enrique Crawford con una fina joya y afectuosas líneas de saludo. Estas atenciones eran frecuentes, sin perjuicio de las actuaciones judiciales que seguían creciendo imparables.
Algunos se extrañaban de no haber visto jamás a los Crawford por París, pero los Humbert explicaban que sus litigantes parientes vivían viajando. Aunque uno de los enigmáticos hermanos había estado en una casa de veraneo que tenían los Humbert. Esto atestiguaba uno de los acreedores de la familia, porque había encontrado en la papelera del cuarto en que se alojaba –el mismo que había ocupado el norteamericano– un telegrama dirigido a Crawford. Nadie los había visto, pero con la gran cantidad de señales que había de su existencia, parecía más que suficiente.
Los Crawford
Hacia 1902, uno de los numerosos acreedores de los Humbert, revisando unas actuaciones, encontró que los Crawford no habían indicado en una de sus demandas su domicilio legal. En realidad, no lo habían hecho en ninguna, pero pasaron diecisiete años antes de que alguien lo notara. Cuando la omisión fue corregida por un domicilio en Nueva York, ya se puso más atención al tema. Se verificó la dirección y resultó falsa. Nadie conocía a ningún Crawford en ese lugar. Los Humbert alegaron que los yanquis siempre estaban viajando. Pero se habían prendido las alarmas. La Justicia dispuso que se abriera la caja fuerte que resguardaba los cien famosos millones. Cuando llegaron las autoridades a la mansión la encontraron vacía. Los Humbert habían desaparecido. La apertura de la caja solo deparó el hallazgo de copias de los expedientes judiciales y otros objetos sin valor. Los hermanos Daurignac también habían vaciado el fondo de la Renta Vitalicia.
La herencia no se había esfumando, simplemente nunca había existido. Ni el testamento ni los Crawford. Todo había sido una creación de Teresa. Una magnífica puesta en escena, hasta con el falso telegrama arrugado en la papelera.
El descubrimiento causó reacciones diversas. En los acreedores, infartos y suicidios. En el resto, entre los que estaban los que los habían admirado, celado, envidiado, amado y odiado: hilaridad. Esta señora se había burlado de todos: de los banqueros, de los magistrados, y ahora, de la policía.
En las calles se cantaba «La gran Teresa»: Pues, señor, la gran Teresa/ Vivía como una princesa/ Tenía muchos millones/ Y unos pequeños doblones/ Toda nuestra gran fortuna/ se quedó al fin en la luna…
Se dispuso una recompensa de 25000 francos a quien diese datos sobre el paradero de los fugados. La policía bloqueó todas las salidas del país, pero ya era tarde: los Humbert no estaban en el territorio francés.
Esta historia, al revés de las películas actuales en las que los estafadores huyen con el fruto de sus delitos y terminan en alguna playa más o menos ignota saboreando algún brebaje con una sombrillita sumergida en el vaso, es una novela del novecientos.
Cherchez la femme
Los Humbert estaban en Madrid. Primero alojados en un apartamentito de mala muerte. Pero ya se habían desacostumbrado a pasar necesidades y se mudaron a una linda casa en la calle Ferraz. Trataban de pasar desapercibidos. Sobre todo, querían ocultar a Eva. Era demasiado alta, tanto que el cronista de la revista uruguaya Rojo y Blanco sospechaba que no fuera una mujer.
Román Daurignac había dejado a una novia en París y la extrañaba. De modo que le escribió dándole instrucciones sobre cómo llegar donde él. Debía embarcarse hacia Buenos Aires donde arribaría el 24 de diciembre y de allí hacia Lisboa para luego viajar a Madrid. La policía, que la estaba vigilando, la siguió hasta Buenos Aires y allí fue detenida. Entre sus papeles se encontraba la dirección de los Humbert. Otra vez tarde. Los prófugos ya habían sido apresados el 20 de diciembre por la policía española. ¿Cobrarían los ibéricos los 25000 francos de la recompensa? No. Un hombre ya había hecho la denuncia sobre el paradero de los buscados. La femme del caso no fue la novia de Román. Un vecino de la calle Ferraz, observador sin duda, reconoció a Eva. Se trataba del abogado Pablo Cortanello, quien tampoco cobró la recompensa por considerar que solo había cumplido con su deber de justicia.
Juzgados en Francia, Federico y Teresa fueron condenados a cinco años de prisión, Román a tres y Emilio a dos. Teresa salió en 1906.
El diario El Correo Español resume bien esta insólita trama: «Un testamento dado en Niza en septiembre de 1877, por un llamado Crawford. Ninguna oficina de estado civil ha registrado el fallecimiento, ningún notario recibió el testamento, ningún presidente de Tribunal autorizó la toma de posesión, ningún agente fiscal ha cobrado los derechos de sucesión, y, sin embargo, esta mujer obtiene un decreto judicial confiándole la guarda del secuestro de ese tesoro considerable, del cual no se ordenó ningún inventario». Raro, ¿no?
TE PUEDE INTERESAR