Tengo que confesar que nací en un populoso barrio capitalino. Al hablar, se me percibe cierto tono rural y algunos de mis latiguillos son adquiridos, por mimetización con el entorno en el cuál conviví en las escuelas rurales en las que he dado clase, a lo que se suma el profundo cariño por lo campero. Pero en honor a la verdad, donde yo crecí ni siquiera había perros, era puro cemento y alquitrán, nadie tenía mascotas y soy más citadino que el obelisco.
Mi casa no era la excepción, mi madre a pesar de haber nacido en el campo, nos tenía prohibido plantear siquiera el tener una mascota -En esta casa ni perro ni gato -decía con voz fuerte y clara y mi hermano y yo obedecíamos sin chistar.
Era la época en que los padres delegaban el funcionamiento de la casa en un cien por ciento a la madre y él mío no era la excepción. Además de cariñoso y protector, funcionaba como un estupendo proveedor, ya que nunca nos faltó nada y laboraba fuerte en barracas de lana o de sereno para que esto así sucediera, pero meterse en las decisiones es domésticas, eso no lo hacía.
Lo llamativo era que mi madre, para justificar su negativa a la tenencia de un cachorro se escudaba dándonos ejemplos de lo que sucedía en la vecindad.
- ¿La Chuchi tiene perro? ¿acaso “la Mangacha” tiene gato? Miren a doña Catala, que con el fondo hermoso que tiene no cría mascotas.
Mamá usaba todo lo que le llegara a la mente como pretexto para desalentar nuestros anhelos de tener un bichito en casa. Claro que a medida que íbamos creciendo la necesidad de tener una mascota era directamente proporcional a sus negativas.
Llegamos a tranzar en tener un par de pajaritos, un cardenal y un canario, “Piquito y Paquito” con sendas jaulitas, todo un logro, pero con la condición de que los responsables de la limpieza del piso de la jaula y los restos del alpiste corrían por cuenta de mi hermano José y mía. Realmente era muy llamativa tanta negativa, hasta que un día, uno de mis tíos decidió que teníamos que saber la verdad del tenaz rechazo de mi madre a los caninos en particular.
Me acuerdo de tío Liborio, armando un naco, cabizbajo, como buscando las palabras adecuadas para contar algo que evidentemente aún dolía.
-Miren muchachos -dijo el tío, con voz profunda y grave- su madre tiene un problema de chiquita con los perros.
-Cuando vivíamos allá por Feliciano, su abuelo tenía una majadita de ovejas a la que todos ayudábamos a cuidar y “Chichita”, su madre, tenía un perro que adoraba, “el Camundá” que era uno más en la familia y ayudaba en las tareas del arreo o la juntada de la borregada.
-Ojito con que alguien amagara a pelearnos o revolear el rebenque, porque el perro les mostraba los dientes y se ponía bravísimo, cada ladrido era un reto.
Pero de un día para el otro todo empezó a cambiar en el pago, y en las casas empezó la preocupación.
Empezaron a aparecer las ovejas muertas, lastimadas, ensangrentadas y la paisanada del lugar le adjudicó la culpa al perraje suelto que había en la zona.
La rabia, se había adentrado a los campos sin saber cómo y los perros de los establecimientos antes fieles compañeros, fueron haciéndose dueños de la noche y el terror.
Cuando corría el invierno del año cuarenta, Camundá se perdió en la enfermedad y los ojos buenos del compañero y amigo de “la Chicha” empezaron a mirar distinto y no aguantaba las cosquillas, estaba agresivo y le cambio la mirada
Se perdió en la noche oscura y ya no volvió al rancho.
Y así una madrugada fría del invierno, Camundá y otros perros hicieron una matanza de lanares impresionante e imperdonable y los vecinos junto al “tata” tuvieron que hacer lo que las autoridades no hacían, ponerle punto final a la cuestión.
Así cayó la perrada, vaya a saber por la bala de qué vecino, el Camundá quedó tieso junto al alambrado, así que es por eso que su madre no quiere perro, porque en su mente todavía anda el Camundá jugueteando entre sus enaguas.
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