Esta es la historia tal como me la revelara un amigo cuyo nombre me reservo. De ahí, es que esté narrada en primera persona. Mi amigo es (o era) un individuo culto, gran lector, aunque aficionado a cierto tipo de literatura. Ese género de literatura que Bioy Casares, en su introducción a aquella antología publicada con Borges y Silvina Ocampo llama «fantástica» y que, dice, empezó en inglés en el siglo XIX. Pensamiento que parece haber corregido cuando en 1972 afirma que «toda literatura es fantástica». En fin…, después Vargas Llosa, en el 89 relativizará aquello de «qué es verdad y qué es mentira en el mundo de la ficción».
Pero no nos desviemos. Mi amigo tenía su biblioteca poblada con textos de Lovecraft y el “Círculo de Cthulu”, “El Horla” de Maupassant, “Cuentos completos” de Poe, una edición alemana del “Manifest der Kommunistischen Partei”, una traducción al rumano del “Necronomicón” de Alhazred, “Mitología de Cantabria” de Cotera y cientos por el estilo.
Su confesión me fue transferida en torno a una mesa en El Expreso Pocitos, una tardecita de 2010. La doy a publicidad por si algún lector conoce algún caso parecido.
GSG
El motivo era una cena de fin de año. De esas caseras, que terminan reuniendo diversas combinaciones de las mismas personas: madre, hijos, maridos de las hijas… Esta vez a mi mujer se le ocurrió darle otra formalidad. Sacó los platos de porcelana belga y las copas de cristal de herencia materna. Los cubiertos con mango de plástico que nos servían fiel y cotidianamente, estaban entredichos. Es horrible, me decía, no tienen nada que ver. Pero si son los mismos que vienen todos los años y todas las semanas… ¿A quién vamos a engañar?, argüí con mi tonta lógica masculina.
No hubo caso. Tal como ante un casamiento empiezan a recolectar zapatos y carteras de todas las amistades que no concurran a la fiesta y se prueban una y otra vez los zapatos hasta que consiguen varios juegos que luego no saben cuál usar y eso hace que inevitablemente lleguemos tarde a cualquier lado porque se cambian y vuelven a cambiar y te preguntan a vos que estás sentado hace rato en el sillón mirando la hora y suspirando cuál te gusta más y si les contestas los dos te miran con odio y te vuelven a preguntar hasta que les decís me gustan esos que son los que se sacan para ponerse los otros pero es mejor que hagan eso porque si en cambio se paran delante de la ropería y plañideramente te dicen no tengo qué ponerme y luego van a comprarse ropa el escenario es el mismo pero mucho más caro.
Así pasó con los cubiertos. Le voy a pedir a mamá, y cuando regresó traía ocho tenedores, ocho cuchillos y ocho cucharitas de postre. Cuando seis comensales se retiraron, los comensales remanentes nos ocupamos de recoger los dieciséis platos, catorce vasos, cuatro copas y por supuesto los cubiertos de mamá. Personalmente me ocupé de lavarlos, verificar su número y guardarlos para su devolución. A la mañana siguiente que en realidad era la tarde, hay siete, me dijo.
¿Siete qué?
Tenedores.
Contá bien.
Hay siete.
Se habrá caído alguno.
Por acá no.
¿Y arriba del sillón?
No. Pero yo los conté y había ocho. Dimos vuelta la casa. No puede ser. Yo los conté y creo que hasta ocho sé contar, ¿no?
El tenedor había desaparecido. Nadie había entrado ni salido de la casa. Buscamos por todos lados. Hasta donde no podía estar. Donde podía no está, así que nada puede descartarse. Ya aparecerá. Cuando vino Gloria le contamos. Debe andar por ahí. Ahora lo buscamos. Dimos otra vez vuelta la casa. Nada.
Muchos días después decidí consultar a mi amigo Astesiano. Como es pintor, me ha relatado casos semejantes con, recuerdo un pincel y otra cosa que no logro, pero era otra cosa más que a los efectos da lo mismo. Ya me había hablado alguna vez de un fenómeno que él llama “la maldad de los objetos inanimados”. Le expliqué mi problema. Vino a casa. Estuvo en el lugar del hecho.
No es para mí.
¿Pero qué hiciste vos en el caso del pincel?
Me compré otro.
Pero acá no aplica, ¿de dónde voy a sacar un tenedor igual a los de mamá?
Por eso te digo que no es para mí. Acá hay otra cosa, no quiero asustarte, otra cosa más fuerte. ¿Te fijaste cuántos dientes tenía el tenedor?, porque hay de cuatro y de tres.
Si tiene tres es un tridente y los tenedores tienen cuatro como los otros.
No te olvides que los de pescado tienen tres. ¿Estás seguro que éste tenía cuatro? Y empecé a dudar. No iba a poner las manos en el fuego por un diente de tenedor. Capaz que tenía tres.
¿Y si fuera así cuál sería la diferencia?
Mirá, más no te puedo decir, fijate en Internet.
¿Vos decís por si encuentro alguno igual en venta?
Vos fijate.
Tal vez la forma en que lo dijo, o la mirada, o la suma, me inquietó. Corrí hacia la laptop. Google, tenedor, tridente de cuatro dientes. Tridente de cuatro dientes, pero es como buscar monomotor de dos motores. Pero ahí estaba el tridente de cuatro dientes.
Y luego apareció el trenti. Parece que en Cantabria se conocen una especie de trasgos que suelen andar con una “trente” en la mano, que es como una pala de dientes que pueden ser tres o más. Dicen que estos duendes, que en esa suerte de no-idioma cantábrico, llaman trentis, tienen por costumbre perseguir a las muchachas para pellizcarlas. Supongo que largarán el tridente porque si lo mantienen en la mano más bien las atravesarán… Y luego no sabrán por dónde han dejado la trente. Claro que les quedan las manos libres. Pero tampoco en las montañas de Cantabria debe ser tan abundante la oferta de muchachas pellizcables…
¿Cantabria? María Angélica estuvo en esa isla…
Sí, me dijo mi mujer, pero queda a mil kilómetros de Cantabria. No entiendo la relación.
Sí. ¿Te acordás que nos trajo un tapón de corcho con un diablo que es el símbolo local?
Pero no solo eso. Trajo muchas otras cosas.
Claro, pero yo te dije que no iba a usar el tapón porque tenía un diablo.
¿Y?
Y lo guardé en el placard. Mirá, ¿ves que tiene una especie de tenedor en la mano?
Sí, con cinco puntas. ¿Y?
¿Cómo, y?
No veo qué tiene que ver el tenedor de mamá, los twentis o como quiera se llamen y el diablo de Angélica. ¿Qué te dijo el doctor? Que no buscaras en Internet, ¿no? Porque después empezás con síntomas de esto y de lo otro. Bueno, esto es lo mismo. Ya aparecerá.
Continuamos la búsqueda. Aún lo hacemos.
A veces me despierto en las noches y voy de puntillas hasta el living. Siempre llevo la linterna que me regaló Joaquín.
No tengo previsto qué hacer si me encuentro un enano con un tenedor en la mano.
Tendré que pensarlo…
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