Tal vez no coincidiera con la interpretación de Petrarca, pero para los caballeros, morir en un duelo era un bel morir. Para la viuda (generalmente) y para los hijos era poco consuelo. Tardó siglos suavizar esa costumbre. Los codificadores, sin duda, colaboraron a ese proceso.
La justificación de estos códigos partía de la base de que «el honor o la virtud ofendida no encuentran duda entre la vida de humillación y la muerte».
El código argentino sobre el duelo, de la autoría del exjuez de Crimen, Dr. Samuel F. Sánchez y de José Panella, «Profesor de Esgrima y antiguo oficial del Ejército regular de Italia», publicado en el Buenos Aires de 1878, aun admitía los combates a muerte. El Art. 64 cometía a los padrinos definir si sería «a primera sangre, a muerte o a criterio del cirujano».
Siempre bajo el mismo principio de defensa, los textos fueron limitando esa condición. Así, la Ley 7253 que reglamentaba el duelo en el Uruguay establecía en el Art. 7° los casos en que, si del enfrentamiento resultaran muertos o heridos se castigaría, con la pena de homicidio o lesiones según se produjeran. Estos eran: 1) la ausencia de padrinos; 2) que se usaran armas desiguales; 3) «cuando de las condiciones concertadas o de la especie de duelo o de la distancia o de otras circunstancias resulte considerablemente aumentadas las probabilidades de que uno de los combatientes o los dos hayan de resultar muertos».
Es obvia la intención de impedir las muertes por lances caballerescos llevados al extremo. Una distancia de quince pasos es muy probable que aumente el riesgo de un desenlace fatal. O también, supongamos que se mantenga una distancia de veinticinco, pero se fije como condición que se lleve a cabo un día ventoso, bajo lluvia y sobre la cornisa de una azotea. Tal vez sea más probable que no se acierten un disparo, pero que se maten de la caída.
Por cierto, que esta no era la única medida adoptada sabiamente por la Ley. Iniciado un lance caballeresco, si se quiere obtener un laudo pacífico, lo mejor es detenerlo de raíz. Los padrinos –en teoría– deberían ser el primer dique de contención. La experiencia de los codificadores es que muchas veces estos fundamentales actores se dejan llevar por sus sentimientos y estos no son precisamente conciliadores. Muchos lances comienzan por malentendidos o cosas triviales. ¿Qué pasaría si de todos modos los padrinos no lograran evitar el duelo? El Art. 1° da una solución salomónica. Deberán elevar la cuestión a un Tribunal de Honor para que «decida si existe ofensa que lo justifique».
La Ley fue denostada por sus opositores y criticada por su expresa intención de servir como vehículo para librar a Batlle y Ordóñez de la responsabilidad por la muerte de Beltrán. Sin embargo, obtuvo un resultado de innegable valía: nadie más murió en un duelo durante los setenta y dos años de su vigencia.
El primero
Hay un pasaje en la novela de Huxley Un mundo feliz que siempre me pareció notable. El director del Centro de Incubación y Acondicionamiento de la Central de Londres se dirige a sus alumnos. Había que aprovechar esa excepcional oportunidad para tomar notas. «Y los muchachos garrapateaban como locos».
—Empezaré por el principio —dijo el Director, y los estudiantes más celosos anotaron en el cuaderno sus propósitos:
«Empezar por el principio…».
Siguiendo el buen consejo del director, comenzaré por el principio. Y el principio es el duelo entre José Cándido Bustamante y Servando Martínez, que según el historiador José María Fernández Saldaña fue «el primer lance personal concertado y llevado a cabo en la República con arreglo a las llamadas leyes del honor».
José Cándido Bustamante (1834-1885), militar, escritor, legislador, ministro de Estado, periodista perteneciente al Partido Colorado. Escribió comedias y dramas como: Un celoso como hay muchos (1857), Reyertas conyugales (1862), El honor lo manda (1865), La mujer abandonada (1876), El veterano oriental (1876), Amor, dinero y política (1881). Como legislador fue senador por Salto del 14 de febrero al 5 de Julio de 1868, cuando renunció para asumir la jefatura política del departamento, era presidente del Cuerpo. Diputado por tres períodos, ejerció la vicepresidencia y la presidencia de la Cámara en las legislaturas 11, 13 y 14. Ministro de Gobierno y de RRREE. Ocupando este último cargo le tocó suscribir, el 11 de marzo de 1875, el protocolo con la Argentina para reanudar relaciones diplomáticas, interrumpidas el 24 de abril de 1874 por –no es raro– un problema de puertos.
Un correligionario
Del capitán Servando Martínez se sabe que era colorado y que no tenía un historial tan importante. Por dos razones. La primera es porque carecía de méritos literarios. Destacado en el Paraguay durante el lamentable episodio fratricida, remitía cartas al diario El Siglo. El historiador Alberto del Pino Menck cita un trabajo de Fernández Saldaña publicado en el diario La Mañana el 7 de setiembre de 1923. En lo pertinente, dice de Servando Martínez que sus contribuciones periodísticas «no llegaron a ver la luz sino fragmentarias o sin firma, como simples versiones. La mayoría de las cartas de Martínez estaban excluidas de antemano de la publicidad por lo rudo de su prosa y la aspereza de sus comentarios». La segunda razón era de fuerza mayor: murió a los veintiocho años. Lo mató Bustamante en el duelo el domingo 12 de marzo de 1866.
José Ma. Fernández Saldaña nació trece años después de este lamentable acontecimiento, pero además de documentos, recogió relatos de contemporáneos. El historiador hace un análisis de las personalidades en disputa y afirma que ambos eran individuos temperamentales. Dice que la ofensa fue un cruce de palabras cambiadas en un teatro durante una asamblea eleccionaria, que se malinterpretaron por Bustamante, que envió como padrinos al comandante Simón Patiño y a don Mario Pérez. Por su parte el capitán Martínez nombró al mayor de Guardias Nacionales, Juan Augusto Ramírez, y al sargento mayor Eduardo Flores.
Se encontraron a las cinco de la tarde en el Cerrito. Los dos eran excelentes tiradores. Las pistolas eran «de precisión, de mucho alcance y con bala reforzada», dice Saldaña. Como para no fallar a quince pasos. Los disparos se escucharon al unísono. Bustamante vio caer a su rival y corrió llorando a abrazarlo, pero ya era un cadáver. Los padrinos ni siquiera habían llevado un médico. De todas maneras, no fue necesario. El fallecimiento fue casi instantáneo. El final era previsible, las condiciones establecían que «si alguna bala penetraba en alguno de los dos se curaría la herida y el duelo seguiría luego de restablecido». Solo había que esperar a ver quién sería el muerto. Pudieron haber sido ambos. Martínez dejó a una joven viuda y con tres hijos.
Los restantes participantes estuvieron dos días en la cárcel. Luego fueron desterrados a la capital argentina. Los padrinos no permanecieron más de dos semanas. Tiempo suficiente para visitar a algunos amigos y hacer alguna compra.
Bustamante tampoco estuvo mucho tiempo. En diciembre de ese mismo 1866 se casó con doña Orfilia Guarch Crespo.
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