La noche del 30 de abril, en vísperas del 1 de mayo, históricamente se celebraba en la Europa agrícola –especialmente en el norte– la noche de Walpurgis, conocida también como “la fiesta de las brujas”. Para la ocasión se encendían fogatas y los campesinos danzaban exorcizando los malos espíritus.
¡Oh, espíritu de la contradicción! De acuerdo, puedes guiarme; pero no me parece bien haber hecho la peregrinación al Brocken en la noche de Walpurgis para aislarnos ahora por nuestra cuenta.
J. W. Goethe, Fausto.
Los pueblos celtas que habitaban Europa, como lo hemos mencionado en otras ocasiones, se regían por un calendario en el que la naturaleza regulaba los ciclos y la actividad humana. Entonces formaban parte de la celebración anual: los solsticios, los equinoccios, como también otras fiestas de carácter terrestre como la llegada del invierno y del verano.
Fiestas gemelas: 30 de abril y 31 de octubre
Cada fiesta según el calendario rural tenía sus características, su tipo de rituales, por ello las fiestas que se celebraban tanto con la llegada del verano como con la llegada del invierno tenían un carácter pirofórico, o sea eran fiestas en las que el “fuego” jugaba un papel sustancial en el ritual. Así los campesinos acostumbraban a prender hogueras y bailar alrededor de ellas o saltar por encima de las mismas.
Dentro de esta clase de fiestas encontramos la celebrada la noche de cada 30 de abril en la que se festejaba la llegada del verano, anunciándose los primeros deshielos, el fin de la noche invernal y de su cortejo de espíritus oscuros. Desde la Edad Media en adelante, a esta fiesta se la llamaba: La noche de Walpurgis.
Por el contrario, cada 31 de octubre en vísperas del 1 de noviembre (día de Todos los Santos), se celebraba la llegada del invierno en el hemisferio norte, con una festividad que curiosamente se llama: el “Día de todo lo sagrado”, Halloween, la cual todavía se mantiene hasta la actualidad, obviamente bastante deformada de su connotación original. Durante esta celebración también se acostumbraba a encender innumerables hogueras.
Sin embargo, es interesante detenerse en la observación que realiza J. G. Fraser acerca del carácter de estas dos fiestas que no tenían relación con ningún movimiento específico de los astros sino más bien con una sensibilidad terrenal.
“Estas fechas no coinciden con ninguno de los cuatro grandes goznes sobre los que gira el año solar, es decir, los equinoccios y los solsticios. Tampoco concuerdan con las épocas principales del año agrícola, la siembra en primavera y la recolección a principios de otoño, pues cuando llega el día-mayo, hace ya tiempo que la semilla fue confiada a la tierra, y cuando aparece noviembre, hace ya tiempo que la cosecha ha sido segada y entrojada, los campos y los árboles frutales están desnudos y hasta las amarillentas hojas caen revoloteando al suelo. Mas el 1° de mayo y el 1° de noviembre señalan momentos críticos culminantes de cambio del año en Europa; el uno es precursor del amable calor y de la vegetación espléndida del verano y el otro anuncia el frío y esterilidad del invierno”.(J. G. Fraser, La rama dorada).
Así estas dos grandes fiestas célticas del 1° de mayo y del 1° de noviembre o, mejor dicho, las vísperas de esos dos días, podemos concebirlas como fiestas gemelas. Además, teniendo en cuenta la manera en que se celebraban, podemos conjeturar el carácter arcaico de ambas.
Walpurgis
Walpurgis o Walburga fue una santa inglesa del siglo VIII que ayudó a su tío San Bonifacio a convertir a los alemanes al cristianismo. Sus conocimientos de herboristería le dieron fama de haber realizado curas milagrosas. Además, se estableció la creencia popular de que Walpurgis tenía el don particular de espantar a las brujas y de rechazar toda clase de plagas. Murió de abadesa en Heidenheim en el año 779 y un siglo más tarde fue canonizada. El cuerpo de la santa se conservaba en Eichstadt en una roca de la cual se decía fluía un aceite con propiedades milagrosas.
Sin embargo, en un proceso de aculturación, los pueblos germánicos cristianizados comenzaron a llamar también “Walpurgis”, en honor a la santa, a la noche del 30 de abril, pues se creía que las brujas se reunían esa noche para festejar el salvaje Sabbat. Cuenta la tradición medieval europea que el lugar de reunión de las brujas más importante de toda la Europa antigua fue Brocken, el pico más alto de las montañas Harz, en Alemania, donde transcurre la escena del Sabbat tan impresionantemente descrita en el Fausto de Goethe.
Por ello Walpurgis también era la noche en que se espantaban los aquelarres. Y de ese modo se encendían hogueras para protegerse de las temidas brujas. Además, según aquella superstición, estaba establecida la costumbre de evitar los matrimonios en mayo. Pues se pensaba que durante este período se corría el riesgo de contraer matrimonio con una bruja.
“La costumbre de expulsar a las brujas la Noche de Walpurgis es todavía, o era hasta hace pocos años, observada en muchas partes de Baviera y entre los alemanes de Bohemia. Así, en las montañas Bohmerwald, después de anochecer se reúnen todos los muchachos del pueblo en alguna altura, especialmente en las encrucijadas, y restallan látigos durante algún tiempo al unísono y con todas sus fuerzas. Esto ahuyenta a las brujas; tan lejos como se oigan los restallidos, y estos maléficos seres ya no podrán hacer daño”. (Ibidem).
La noche de Walpurgis en el Fausto de Goethe
La noche como atmósfera ha tenido en la mitología y la literatura, connotaciones simbólicas con elementos que nos ayudan a entender no sólo la mentalidad arcaica sino también la mentalidad de los viejos campesinos europeos. En ese sentido subyacía la idea de que la noche era propicia a los misterios, ya que, al disolver las apariencias del mundo bajo un telar de sombras, se hacía presente al fin, la esencia de las cosas.
De ese modo, ajenos a la vana realidad que dibujan nuestros sentidos, podemos encontrarnos con lo inefable. Y por eso, la noche es también propicia a la ciencia.
Según pensaba Platón, el filósofo griego, la efímera ceguera que las tinieblas imprimen sobre nuestras pupilas, abren la puerta a los signos portadores de ideas cuya invisible materia es capaz de conducirnos hacia el verdadero palacio del conocimiento.
Así, Fausto, el protagonista de la obra escrita por W. Goethe, meditaba noctámbulo sobre estos temas, encerrado en su gabinete atestado de libros y de antiguos objetos. Desde su gótico cubículo contempló la luna libre en el amplio cielo y se vio a sí mismo atrapado en su habitación como un preso en una dura mazmorra. Entonces anheló ser la luna, ser un alto astro del lejano cielo, ajeno a la periódica realidad del hombre. Quiso invocar con magia los poderes subterráneos de la tierra, pensó en volverse más poderoso que un hombre común y corriente. Soñó con encontrar la llave de oro de la naturaleza; y así develar todos misterios subyacentes tras ese tejido que llamamos “realidad”. Deseó, al fin, liberarse…
¿Pero por qué pensaba Fausto sobre estos temas cuya solución parece imposible? Porque Fausto es el prototipo del hombre de ciencia del siglo XVIII. Es un intelectual que es capaz de adentrarse en temas tan variados como la teología, la medicina, la magia… Su obsesión por conocer todo cuanto pueda de la realidad, como también por descifrar los arduos misterios que se esconden tras la materia, es tan grande que no tiene límites morales ni éticos. Recordemos que el siglo XVIII representó para la sociedad occidental un cambio de mentalidad en el que la “ciencia” comenzaba a ocupar un rol privilegiado, especialmente en lo que tiene que ver con la idea de “verdad”.
Así Fausto, tentando los límites humanos, pacta con Mefistófeles, el diablo, para adquirir el poder que gobierne las fuerzas terrestres. Así, en esa noche reveladora, Fausto se deja conducir hasta la cumbre de las montañas donde se celebra la noche de Walpurgis. Allí, danzan alrededor del fuego mujeres desnudas, como Lilith, Medusa. Y Fausto danza con las brujas. Sin embargo, mientras se revuelca en lodo de la lascivia, el horror y el espanto despiertan en él. Y en lo ordinario barro de los sentidos, cae en una pasmosa confusión que le duele.
Comprende al fin, hastiado, que cuando la humanidad contempla lo absoluto, sólo percibe caos. Entonces Fausto se da cuenta de que ha dejado de ser quien es, para ser lo que no quiere ser.
En definitiva, tras la noche de Walpurgis, Fausto debe aceptar que el conocimiento humano es alcanzado sólo con sudor y que la totalidad absoluta de Dios no puede ser contemplada ni entendida por el hombre.
TE PUEDE INTERESAR: