Los romanos llamaban pena del culleum a la que aplicaban a los parricidas. Término que de su sentido estricto de muerte del padre fue extendiéndose a otros lazos de parentesco. Esta forma bárbara de castigo, se aplicaba ante lo que a la sociedad romana escandalizaba como el peor de los crímenes: la impiedad.
Relata el potente pensador español Higinio Marin Pedreño, en uno de sus artículos, que se encontraba tratando el tema de la piedad -la pietas-, en una de sus cursos universitarios cuando se desató la pandemia que estamos sufriendo y se interrumpieron las clases presenciales. Pero a esa altura, sus alumnos ya sabían que «la piedad clásica es el conjunto de obligaciones, sentimientos y disposiciones que caracterizan al buen hijo».
Se parte de la idea de que el ser humano no es autocreado. Que la vida nos ha sido dada. Además, del propio hecho de nacer de mujer, el ser humano demora años en valerse por sí mismo. Alcanzar ese nivel de suficiencia requiere un apoyo que alguien tiene que darnos porque si no, sería imposible nuestra subsistencia. Y eso nos genera una deuda. Es tan claro que no habría necesidad de explicarlo. Cualquiera que disponga del uso de la razón puede apreciarlo. No es más que su propia historia. El buen hijo no necesita que se lo recuerden. No precisa una agenda donde anotarlo, ni clase alguna de memorias auxiliares para tenerlo presente.
Sin embargo, la realidad no siempre se ajusta con el deber ser. Adolfo Bioy Casares, en su Diario de la guerra del cerdo desarrolla un relato donde los jóvenes salen a matar ancianos. Más allá de la entrelínea, o de la otra historia de toda novela, la textualidad es bien válida. El protagonista -un hombre mayor a quien le han matado un amigo- interpela a un muchacho sobre las razones del hecho.
«-Yo le pregunto qué hizo mi amigo Néstor.
-Nada señor. Pero ni a usted ni a mí nos gusta cómo andan las cosas. También están los responsables.
-¿Quiénes son?
-Los que inventaron este mundo.
-¿Qué tienen que ver los viejos?
-Representan el pasado. Los jóvenes no salen a matar a los próceres […] por la muy buena razón de que ya están muertos».
Esa ingratitud que surge de los dichos del chico tampoco es general. La sociedad se sostiene por lo que tiene de normal. Y lo que es normal no aparece en la prensa. Que fulano se casó con mengana, tuvieron hijos, los criaron, los lavaron, los vistieron, les dieron de comer, los llevaron a la escuela, les enseñaron a lavarse los dientes, a atarse los zapatos, les pusieron regalitos en esos mismos zapatos los 6 de enero…, no vende diarios, ni concita rating.
Por eso dice el insigne filósofo madrileño que «la primera forma de impiedad es la ingratitud. Y no importa mucho si lo hace un hijo respecto de sus padres, un ciudadano respecto de su país o una sociedad entera respecto de sus mayores».
Los responsables
Y agrega una nueva perspectiva de la impiedad que es la del encargado de velar por los demás que no cumple su función. Que no la cumple por acción u omisión. La negligencia, la no anticipación a los problemas es una forma de impiedad. Don Higinio ejemplifica, por seguir con los romanos, la derrota que sufre Apio Claudio Pulcro al frente de la escuadra contra los cartagineses. En esa batalla naval frente a Trápani, Pulcro, con fuerzas superiores, debe regresar a la capital imperial vencido. Según parece su estrategia no había previsto las maniobras del adversario. Por ese motivo es acusado de impiedad y se suicida para evitar el castigo. Al caso, el jefe romano había desoído el veredicto de los «pollos sagrados». La voluntad de los dioses se expresaba a favor o en contra si estos pollos comían o no el alimento ofrecido. Los pollos no comieron y Pulcro los tiró al agua: «si no comen, beban».
En estos días la prensa ha dado cuenta de la situación de los residenciales para ancianos en el Uruguay. Algo que la pandemia ha destapado en toda su crudeza. Según los medios hay 1208 de estos establecimientos en el País. Apenas 41 están habilitados y otros 10 en gestión de renovación. De los restantes, 208 se encuentran en estado crítico y 110 «no respetan los «derechos humanos», situación que el novel ministro de Desarrollo Social calificara como «casi espeluznante». En estos alojamientos se encuentran 15.000 ancianos. Según la OMS la mitad de los muertos por COVID-19 en Europa vivían en residencias de ancianos.
¿Cómo es posible que el 95% de los residenciales no estén habilitados? ¿Qué hicieron las autoridades? ¿Nadie controló? Reconozcamos por lo menos que es extraño. ¿O es que no interesan esos ancianos indefensos? No son votos. No producen. Solo gastan. Claro, generan puestos de trabajo para toda la estructura que se mueve en torno. Lo que es obvio es que ellos, como personas no han sido de interés, por lo menos, de los responsables de la conducción del gobierno en los últimos 15 años.
Artigas
Uno de los principios de Artigas, que hereda de su estirpe hispana, es la piedad. La piedad hacia el prójimo en versión cristiana, la del buen samaritano.
Las Instrucciones del XIII contienen esa expresa referencia, habitualmente soslayada por considerarse irrelevante, o al revés, por no serlo.
«Que los más infelices sean los más privilegiados»
Está en la cláusula N° 20:
«La Constitución garantirá a las Provincias Unidas una forma de gobierno republicana; […]. Y asimismo prestará toda su atención, honor, fidelidad y religiosidad a todo cuanto crea o juzgue necesario para preservar a esta Provincia las ventajas de la Libertad y mantener un Gobierno libre, de piedad, justicia, moderación e industria». Esa «piedad» que antecede a la justicia, a la moderación y a la industria, va en línea con su: «que los más infelices sean los más privilegiados». En ese contexto debe entenderse y no como una declaración más o menos socialista.
Rescatar los valores artiguistas es lo que nos salvará de la pena del culleum. De otro modo mereceremos que nos pongan en una bolsa de cuero, la cabeza cubierta con piel de lobo y zuecos en los pies, con una serpiente, un perro, un gallo, y un mono, y una vez sólidamente cosida, nos arrojen al río.
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