El hombre, quitándose la corbata, se encaminó hacia la salida del local; antes de abrir la puerta se paró, dio media vuelta y, esbozando una sonrisa, levantó la mano a modo de saludo de despedida.
–Pobres tipos, están ciegos… –murmuró, sintiéndose un desertor y aliviado, a la vez.
Detrás del vidrio blindado, sus recientes excompañeros lo miraban fijamente, sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. El público, impaciente, exigía ser atendido.
–Pobre tipo, no sabe lo que hace… –dijo el nuevo, creyéndolo fuera de sus cabales, y reanudó el trabajo.
El hombre sí sabía lo que hacía, dejaba el infierno. Fueron treinta años de encierro, contando dinero ajeno, aguantando las impertinencias de los clientes y las exigencias desmedidas de la empresa. Ya no lo soportaba; mientras él se marchitaba detrás del mostrador, la vida pasaba rauda y coqueta por la vereda de enfrente. Que el contador lo acusara de holgazán, porque había ido dos veces al baño en la mañana, causó en el hombre el efecto de una bomba, rompió su calma e hizo que se derramara la ira acumulada por tanto tiempo, contenida solo a fuerza de disciplina y necesidad. Se levantó, volcó la silla de un puntapié, tomó los papeles y los billetes que estaban sobre el escritorio y los echó a volar por el aire. Reía a carcajadas, mientras caían a modo de lluvia y el contador, aterrorizado, trataba de recogerlos. Pasado el momento, tomó sus pertenencias y procedió a retirarse sin emitir disculpa alguna; cuando traspasó el umbral de la puerta se sintió libre.
Cansado de esperar el colectivo que lo llevaría a su casa, como de costumbre, tuvo una idea: era un día especial y podía darse un lujo, tomaría un taxi. En el trayecto conversó animadamente con el conductor: de la primavera, de la pelusa de los plátanos, de las alergias, del calor desmedido para la época y del temporal de Santa Rosa que se avecinaba. Al despedirse le agradeció la charla, le apretó la mano y dejó el cambio de propina.
Viernes lo recibió sorprendido, moviendo la cola y saltando a su alrededor. Acariciándolo, le explicó el motivo de su llegada anticipada:
–Amigo mío, tengo que darte una gran noticia: ¡es el momento de hacer nuestro sueño realidad! ¿Entiendes ahora por qué llegué temprano a casa?
El perro ladró, pareciendo entender de qué le hablaba.
El celular comenzó a sonar en el bolsillo del saco del hombre, lo sacó y le echó un vistazo. Era una llamada de la oficina, nada importante; acto seguido, fue al baño, lo tiró en el inodoro, apretó el botón de la cisterna y con gran satisfacción vio como el remolino de agua lo engullía y desaparecía. Se sacó la ropa y la puso en el tarro de la basura antes de darse una ducha; total, nunca más usaría traje y corbata.
Pasó la tarde cargando la camioneta, una vieja Ford del 51 –único buen recuerdo que poseía de su padre–. La tenía impecable, era su pasatiempo favorito rever todos los detalles una y otra vez. Luego de acomodar los bártulos para acampar, tomó una cerveza del refrigerador y se recostó en el sillón del living a escuchar música y disfrutar de su nuevo estado.
–Ja, ja… lunes y yo acá, sin obligación alguna, dispuesto a vivir la vida.
Después de la quinta cerveza, se durmió. Soñó con pájaros azules revoloteando sobre su casa, que era una jaula; él, con sus propios puños, había roto las cadenas que mantenían las puertas cerradas. Miles de hombres la rodeaban; cargaban cruces que arrojaban a una hoguera mientras cantaban alabanzas a la Pachamama.
A las 5 de la mañana se despertó, lleno de excitación. Saltó de la cama y le dio de comer a Viernes. Miró por la ventana, aún era de noche y los obreros de la curtiembre vecina pasaban rumbo al trabajo; algunos llevaban el termo bajo el brazo, otros caminaban tambaleantes, medio dormidos todavía. Se vistió de prisa, con su ropa de domingo. Sacó la camioneta del garaje y la estacionó delante de la casa. Viernes ladraba, loco de alegría. El vecino de la casa amarilla se asomó a la puerta, extrañado por el alboroto:
–Buenos días, Hugo. ¡Madrugaste, parece que vas de viaje! ¿Se puede saber a dónde?
–Buenos días, no se lo puedo decir porque ni yo lo sé…
Entró en la casa dejando a su vecino hablando solo e intrigado.
Sentado detrás del volante, con su amigo como acompañante, hizo una última revisión de lo que había cargado, por si se había olvidado de algo importante. Seguro de que todo estaba en orden, emprendió el viaje. A medida que se alejaba de la ciudad, el verde se apoderaba del paisaje; con los primeros rayos de sol, el rocío depositado sobre el pasto de las cunetas lucía como brillantes. Cantaba en la radio Joan Manuel Serrat: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar…” y Hugo cantaba con él. Viernes sacaba la cabeza por la ventanilla y ladraba de vez en cuando. Los campos estaban llenos de color, los campesinos saludaban cuando les tocaba bocina al pasar y los tordos levantaban vuelo en bandadas cuando la camioneta se aproximaba.
Hacía ya mucho tiempo que no iba por esos lares; los eucaliptus, que una vez había visto recién plantados, formaban frondosos bosques a los lados de la ruta. Vio a los cardenales, posados en hilera sobre un alambrado, formando una línea roja con sus cabezas; lo interpretó como una señal, debía parar por allí. Buscó la primera entrada y siguió andando por un camino de tosca que se internaba en el monte. Luego de pasar un arroyo, el camino doblaba en una curva cerrada y, ahí mismo, apagó el motor. Cerró los ojos y llenó los pulmones de aire puro; ese era el lugar perfecto para acampar.
A todo esto, era media tarde y debía apurarse a bajar las cosas antes de que se hiciera la noche. Poniendo en práctica los conocimientos adquiridos en su niñez comenzó la tarea: armó la carpa, clavó las estacas para asegurarla, cavó las cunetas alrededor, juntó piedras para rodear el fogón y ramas para alimentarlo, amontonó las trampas, acarreó varios bidones de agua desde el arroyo, bajó las cañas de pescar, colocó sobre una mesa la escopeta, la Glock y los cuchillos de caza. El perro corría de un lado a otro, perseguía insectos y husmeaba, de vez en cuando, lo que Hugo estaba haciendo.
–Me siento un Robinson Crusoe moderno –confesó a su amigo–. Lejos del mundanal ruido y rodeado de naturaleza, los instintos de supervivencia primitivos afloran. Tengo urgencia por salir a procurar nuestro alimento.
Aunque era tarde, decidió ir a inspeccionar el terreno. Llamó con un silbido al perro, cargó unas trampas al hombro, colocó el arma en su cintura y a paso largo partieron sin rumbo fijo. Con un poco de suerte, mañana estaría cocinando la presa. El caliente viento norte seguía soplando fuerte y la humedad hacía que sus rodillas dolieran más que otros días. No estaba acostumbrado al ejercicio, pasaba inmóvil los días, atendiendo a los clientes del cambio; tanta actividad física lo había cansado. Transpiraba a mares y, mientras avanzaba, se fue quitando los abrigos hasta quedar en camisilla. La blancura de su piel contrastaba con el verde oscuro de los eucaliptus, con el anaranjado de la tierra arcillosa y con el largo pelo chocolate de su amigo. Una a una, acomodó las trampas en lugares estratégicos.
El viento sacudía la copa de los árboles; cáscaras y hojas caían a su paso, engrosando la alfombra del piso. La luz natural era débil, casi nula, cuando decidió que era hora de regresar al campamento. Las piernas pesaban demasiado y sus pasos eran cortos e inseguros. Las raíces, sobresaliendo de la tierra, hacían que tropezara una y otra vez; buscó la linterna en el bolsillo bajo del pantalón, con el apuro la había olvidado. La oscuridad era total; avanzaba lento, pero sin pausa, y del campamento, ni noticias. Cuando le faltó el aliento, se detuvo y reconoció que estaba perdido. Un trueno se escuchó a lo lejos y el perro corrió a su lado.
Era una realidad, el famoso temporal de Santa Rosa del que hablaba el taxista se avecinaba. ¡Qué otra opción tenía, si no era seguir caminando! Un relámpago que convirtió en día a la noche y el estruendo del trueno que lo siguió dejaron a los amigos paralizados por un rato. La lluvia no se hizo esperar, le provocó escalofríos y el piso se volvió un resbaladizo menjunje de barro y hojas; cayó sentado dos o tres veces en pocos metros. Aguzaba la vista cuando los relámpagos iluminaban el monte, buscando un sendero que lo condujera a alguna parte; solo veía árboles formados como soldados a su alrededor.
Prosiguió a tientas hasta que su pierna se enredó en una rama arrancada por el vendaval y cayó de bruces; un filoso palo se clavó en su vientre. Sin fuerzas para levantarse quedó tirado en el fango, a merced del temporal; la mala fortuna lo perseguía, pensó antes de desvanecerse. Los ladridos de Viernes lo despertaron, había perdido la noción del tiempo; un diluvio caía sobre ellos. Trató de moverse, sin lograrlo; el dolor era insoportable, su grito se confundió con los truenos y el rugido del viento. ¿Quién sabía, aparte de Viernes, que estaba allí? ¡Nadie iba a acudir en su ayuda! No era creyente, ningún dios iba a hacer un milagro… Tanteó su vientre, algo cálido brotaba de él; todo su cuerpo temblaba. Viernes temblaba también. En la exploración notó la pistola que llevaba en la cintura, se sintió desertor y aliviado, como el día anterior cuando abandonó la oficina. No iba a aguantar otra jugarreta de la vida –decidió–, deseaba ser libre y lo sería… Viernes aullaba, acostado a su lado.
Rosalba Arnaldo
Segundo premio categoría cuento
Asociación de Escritores del Interior (AEDI)
Rosalba Arnaldo vive en Canelones. Comenzó a escribir en su madurez. Formada en el Taller de Escritura de Gustavo Esmoris, ha obtenido distinciones en diversos concursos literarios.
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