Está en el hombre interpretar los signos de los tiempos. Las señales se encuentran por todos lados. Faraón consulta a José sobre las siete vacas y sigue su consejo. Tartini sueña el Trino del diablo y (si bien imperfectamente) lo transcribe al pentagrama.
Hoy el sol se convirtió “en tinieblas y la luna en sangre”.
La primera vez lo vi escrito torpemente. El contraste de la arcilla blanca sobre el negro encerado me hirió los ojos. ¡Cómo no pude preverlo! ¡Cómo yo, que me precio de lector de Libros Sagrados no pude entender el aviso! Es el Libro de Mormón que consigna: “Él ha oído mi clamor durante el día, y me ha dado conocimiento en visiones durante la noche”. Yo tuve esas visiones. Es verdad que no puede afirmarse que todo sueño sea premonitorio.
¿De qué está hecha la sustancia de los sueños? ¿Es Chuang Tzu que sueña la mariposa o es la mariposa que sueña que es Chuang Tzu que sueña la mariposa? Y así hasta el infinito. Así hasta la locura.
Incrédulo aún, ese mismo día, volví a ver el maldito signo. Y lo volví a ver hasta el cansancio. Los caracteres más o menos delicados reproducían el estigma maligno con total claridad. También la televisión lo divulgaba. La radio lo repetía. No tuve que esperar más que a la salida del periódico del día después para verlo impreso. Verlo impreso es “confirmarlo” (soy hombre tipográfico y la letra impresa tiene para mí ese carácter casi sagrado de que hablaba McLuhan).
Se preguntará usted, admito que con toda lógica, ¿pero es que hubo un día después, y salió el periódico? ¿Por qué habla, entonces, de tinieblas y lunas sangrientas? Siempre hay un día después, y si sale el diario, mejor. En este caso eso fue lo que sucedió. Además, las tinieblas son personales. Así como el sordo no puede escuchar por más que se le grite; el mudo no puede hablar por más interés que se ponga en lo que va a decir; el ciego… etc.
De todas maneras, le ruego que desvíe del hilo de mi relato la afilada tijera de su curiosidad.
Que el mundo viaja hacia su perdición (y la nuestra) es verdad evidente. Tan evidente que no puede haber embargo en reconocerla, aunque uno se empeñe contumaz. Y así estaba yo, empeñado y embargado, en ese orden. No es raro entonces (y esto arguyo en mi descargo) que los sueños se tornen pesadillas: monstruos de siete cabezas, acreedores, prestamistas, caballos rojos y amarillos, tsunamis, caída de estrellas, ángeles trompetistas, dragones cornudos, rameras montadas del Canadá… ¿Cómo saber que son señales específicas? ¿Cómo desentrañar, cómo bucear en las entrañas de un sueño (siquiera sé si los sueños las tienen) estilo José, y decirle al hombre: “Mire, Faraón, las siete vacas flacas quiere decir que la cosa no va a andar bien, así que guarde durante las vacas gordas, porque el ahorro es la base de la fortuna y luego citarle la historia de la hormiga que juntaba pastito mientras la cigarra andaba de juerga y cómo después la cigarra pasó frío mientras las hormiguitas disfrutaban del cálido hormiguero con losa radiante hasta que por fin terminaron contratando a la cigarra para que cantara porque pucha que son largas las noches de invierno?”.
Sueños-pesadillas. No dan ganas de dormir cuando uno sabe que, en cerrando los ojos ya se larga el bestiario entero. Justamente ahí es cuando el vidente ve donde los demás no ven. Lo que se esconde para todos y que para él es evidente. En suma, la videncia es un don, y yo no lo tengo.
No tengo “entendimiento”, si no, hubiera entendido que el número de la bestia es número de hombre, conseguido dinero para jugar, acertado el triple seis a la cabeza, pagado la factura, y no me habrían cortado la luz.
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