Prescindente de las ideas políticas confrontativas que caracterizaron al Uruguay del siglo pasado, el Dr. Alberto Manini Ríos, fiel promotor del clima de tolerancia que necesitaba el país, pronunció pese a su filiación colorada, la más emotiva de las oraciones fúnebres que se hayan dicho a la muerte del líder del Partido Nacional, Dr. Luis Alberto de Herrera.
Incomprendido por algunos correligionarios intolerantes, pero ovacionado por la gran mayoría de los legisladores de diferentes partidos, pronunció en la Cámara de Representantes, destacando su filiación colorada, esta magnífica pieza oratoria;
No voy a decir palabras protocolares, porque las palabras que salen del corazón, del subconsciente y de una memoria emocionada nunca podrán ser protocolares.
La patria ha perdido a uno de sus más grandes hijos, que proyectó durante el siglo XX uruguayo la sombra gigantesca de su figura de montonero, de caudillo, de estadista y de patriarca.
Luis Alberto de Herrera fue la emanación folclórica más auténtica y acabada de lo nativo y de lo criollo. Fue el caudillo más grande y más completo que tuvo el Uruguay, que arrastró durante más tiempo mayor cantidad de seres humanos.
Desde niño comprendió que tenía el don de magnetizar a los hombres y puso ese don misterioso y sutil al servicio de grandes y fuertes ideales. Herrera tenía un desprecio señorial, romántico e hidalgo por el dinero y sentía una alergia orgánica por todos los que se prosternan ante el becerro de oro. Pensando en esas cosas significativas que revelan la psicología humana, podemos decir que nadie saludaba mejor que Luis Alberto de Herrera. En el saludo de Herrera había una mezcla de dignidad, de tacto, de elegancia y de gracia. De todas sus maneras se trasuntaba un tenue aroma de estoraque solariego, de la viejas salas de la patria vieja, mezclado con los dicharachos criollos que aprendió en los fogones camperos de los últimos gauchos de Aparicio.
Con sus travesuras políticas se llenarán los anecdotarios del futuro y merece figurar en la antología de la astucia universal. Pero sus travesuras políticas tenían un sentido y una belleza de apólogo moral. Tenía la preocupación de humillar la pedantería solemne, flatulenta y campanuda de las cabezas demasiado altas y de los cogotes demasiado tiesos.
Herrera fue un guiador genial, un baqueano que sabía encontrar siempre la pisada; sabía dónde estaba el tembladeral y el Salsipuedes de la política criolla.
Herrera fue un extraordinario orador, porque si el ser orador es hacer ademanes tajantes, decir frases melodiosas y cadenciosas y hacer párrafos rotundos, Herrera no fue orador; pero si ser orador es entrar de un solo pique en el alma de los hombres, si es decir palabras que salen del corazón para llegar al corazón, si ser orador es pronunciar frases que se acuñan como medallas en la memoria de todos y es crear una comunicación hipnótica por obra y gracia del espíritu santo caudillístico, Herrera fue el mejor orador que hubo en el Uruguay.
Fue, además, un extraordinario profesor de energía, que tenía, como dijo Rodó de Bolívar, el don anteico de agigantarse en la derrota. Como Bolívar fue grande en la palabra, grande en la acción, grande en el pensamiento y grande para purificar la parte de errores que cabe en el alma de los grandes. Pero los errores de Herrera hay que respetarlos, porque los errores de los grandes hombres son algo así como el reverso necesario, el ingrediente químico que hace florecer las grandes y bellas virtudes humanas.
Yo, en nombre del Partido Colorado…
(No apoyados. Interrupciones. Campana de orden.)
… Yo, hijo de uno que fue tatuado por la pólvora junto a Pablo Galarza en Tupambaé; yo, hijo de uno que estrechó amistad con Luis Alberto en los fogones camperos de los bañados de Aceguá, cuando se tramitaba la paz; yo, el nombre del Partido Colorado de Fructuoso Rivera y de Venancio Flores que le dio un beso en la frente a Manuel Oribe, pongo la bandera colorada a media asta para decir a los despojos inmortales de Luis Alberto de Herrera, que supo mantener la enseña de Oribe y de Saravia.
Tengo la absoluta convicción de que la tradición blanca y la tradición colorada no se excluyen: de que las dos tradiciones se van a unir en una amalgama gloriosa. Y la tengo porque ambas fueron alternativamente el yunque y el martillo que formaron el espíritu del criollaje y el alma de la nacionalidad.
En nombre de esos sentimientos declaro que votaré todos los honores a Luis Alberto de Herrera, los honores presentes y futuros, porque Herrera se merece una estatua y entrar al Panteón Nacional; y porque Herrera quedará en la historia uruguaya como una encarnación jovial del espíritu de la primavera, como la emanación más luminosa de Ariel, como un arquetipo de las virtudes hidalgas de la raza, como un modelo de Plutarco para las generaciones del presente y del porvenir.
(Sostenidos aplausos en el recinto y en la barra).
*Ex director de La Mañana y El Diario.
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