Hace cien años, el crítico de arte, historiador y museólogo Ricardo Gutiérrez Abascal, firmando con su seudónimo de Juan de la Encina, publicó en el periódico madrileño La Voz un comentario sobre una exposición de pintura. Se trataba del quinto Salón de Otoño. No estaba muy conforme don Ricardo con la muestra. Decía que en sus diversas alas hay “una treintena de obras, si no de altos vuelos estéticos, por lo menos concebidas y realizadas con delicadeza, alguna fuerza y emoción”.
Entendía que ese tipo de exposiciones ejercían una importante función en la formación de noveles artistas y en la educación del gusto público. Esa influencia sobre los nuevos artistas era eficaz para “servir de inequívoco ejemplo de todo, aquello que es contrario y enemigo de un justo, preciso y delicado concepto de las nobles artes”.
Pese a ello, se encontraba en esos salones “todas las lacras y taras patológicas –patológicas no tanto por la extravagancia, ¡ojalá fuere así!, cuanto por la estulticia y trivialidad– que han hecho de estos salones ejemplo primoroso e insuperable de malas artes”.
¿A qué se refiere con esta generalización? Recuerda que, visitando un museo artístico de una ciudad alemana, encontró “abundante copia de esos rompecabezas que Picasso y sus amigos han lanzado a correr mundo y en busca de la Fortuna”. Cuenta que el director del museo, que lo acompañaba, advirtió su “extrañeza” y empezó un pequeño discurso tendente a convencerle de que su reacción era propia del espíritu conservador español. Decía el germano que los hispanos “ven los museos como santuarios y no como laboratorios de experiencias estéticas, psicológicas o históricas, y por eso le choca ver estas salas consagradas a formas de arte que se consideran entre ciertas gentes como indigna de sacramentos”. Por su parte, el crítico remitió el tema “a los psiquiatras aficionados a las artes” y se dedicó a tomar nota de las obras “que impresionen nuestra sensibilidad con el acento de la belleza”.
En un ejemplar posterior de La Voz sigue Juan de la Encina comentando el Salón de Otoño de 1924. Entre las obras que impresionaron su sensibilidad se encontraba La musa nocturna, que ilustra esta nota, un cuadro pintado entre 1918 y 1919. “No es de lo mejor de este singular y desordenado pintor –dice– pero Gustavo de Maeztu [hermano de Ramiro], lo mismo cuando acierta que cuando se equivoca, […] da en el ámbito del arte español contemporáneo una nota bien distinta y original”.
Mata y Papini
“La Venus de Milo, la Victoria de Samotracia, el Greco o Goya –citando solo creaciones y nombres cumbres– podrían gustar o no gustar; pero resultan siempre comprensibles. Lo incomprensible, pues, no tiene nada de común con lo artístico, y por eso repudiamos ciertas modalidades de Picasso”. Así comienza la crónica que el escritor, periodista y traductor Germán Gómez de la Mata (18887-1964) remite desde París al medio español La Esfera en 1925. El artículo está titulado “La verdad sobre Picasso”.La sustancia del texto coincide con los conceptos de Juan de la Encina. Pero da un paso más
Señala que si algo caracteriza a Picasso es su insinceridad. No es creativo, se limita a asimilar. No deja de ver que es un gran pintor, cuyo “exceso de conocimientos le [ha] llevado a distraerse con lo absurdo y a reírse del público”. Y con eso, “le ha inferido un daño enorme a la juventud que lo sigue”.
En 1951, Giovanni Papini publica Il libro nero (una secuela del Gog que publicara en 1931) en que este ficticio millonario norteamericano entrevista a una serie de personajes entre los cuales está Picasso. En la ocasión el autor le hace decir: “Yo no soy más que un bufón público que ha comprendido su tiempo”. La entrevista es tan fantástica como el señor Gog, pero parece no haber mucha diferencia conceptual con los conceptos vertidos por de la Mata. Es lo que Vargas Llosa llama “la verdad de las mentiras”.
El crítico termina su nota con una profecía sobre la obra de Picasso. “No perdurará […] sino la parte menos moderna y menos revolucionaria”.
Cuarenta años después habrá advertido que no era tan así. Si el “perdurar” se mide en el precio de venta de sus obras, uno de esos rompecabezas, que mencionaba Juan de la Encina, fue vendido por la casa Sotheby’s a fines de 2023 en ciento treinta y nueve millones de dólares, y según El País de Madrid, el óleo se convirtió en “la segunda obra más valiosa del artista vendida en una subasta”. Diría De la Mata que también perdura en el “daño enorme inferido a la juventud que lo sigue”.
Al psiquiatra
En marzo de 1926 vuelve a ocuparse irónicamente Juan de la Encina de Picasso. Esta vez utiliza el recurso del diálogo con un amigo:
–Me han contado la estupefacción que produjo a Picasso, hace poco, la vista, por primera vez en su vida, de un tratado de Geometría descriptiva. Le debió parecer esencia de cubismo. Así andan de enterados siempre los artistas modernos.
–No es extraño con la educación que reciben, contesta el amigo. Es frecuente que en sus estudios generales no hayan pasado de las primeras letras…, y si esas las supiera bien, al menos…
El pintor Juan de Echevarría (1875-1931) relata: “En París se hallaba en la mayor miseria el pintor español PabIo Picasso, deseoso de notoriedad y de dinero. El azar le puso en sus manos un ídolo negro y creó el arte que se llamó negroide, y con la colaboración de un grupo de literatos, entre ellos Apollinaire, se consagró como la pura esencia del arte, un arte elemental de antropófagos. Apollinaire planteó el problema de lo bello en sí. Y a favor de estas propagandas, los pintores cubistas no hacen nada más que una pintura llena de extravagancias y literatura seudometafísica y seudointelectual”.
Como habrá advertido el sagaz lector, no me agrada Picasso, y si he seleccionado algunos comentarios que lo critican, es porque la mayoría repite con regularidad psitaciforme los mismos juicios laudatorios.
Juan de la Encina remite los rompecabezas de Picasso y sus amigos a la opinión del psiquiatra. Unos años después C. G. Jung se expedirá sobre “la problemática psíquica picassiana en cuanto se refleja en su arte”. Una problemática que, según el psiquiatra suizo, “es de todo punto análoga a la de mis pacientes”. Aunque afirma no poder demostrarlo, considera al pintor malagueño dentro de “un vasto grupo humano cuyo hábito consiste en no reaccionar a una honda perturbación psíquica con una neurosis corriente, sino con un complejo de síntomas esquizoides”. Aunque, prudentemente, se ocupa en aclarar que no lo considera psicótico. No se atreve a profetizar sobre el Picasso del futuro, porque, dice “esta aventura de lo íntimo es un asunto peligroso que a cada paso puede conducir a la paralización o al estallido catastrofal de los contrastes…”.
Y hablando de contrastes, Picasso conoció a Jacqueline Roque cuando tenía 26 años y él 72. A la muerte de su esposa se casó con ella en 1961. Picasso siguió pintado y siendo comunista hasta 1972. Murió el año siguiente, pero no de “estallido catastrofal”, sino de un edema pulmonar, en una de las quince habitaciones de su mansión cercana a Cannes.
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