Hace no muchos años, un expresidente de la República manifestó ante una prensa siempre ávida de sus polémicas declaraciones, que lo político prevalece sobre lo jurídico. Sus palabras, como de costumbre, dieron lugar a los más diversos juicios por parte de políticos y comentaristas variopintos. Muchas fueron críticas. Pero, ¿qué quiso significar el exmandatario por política? ¿Se refería a la pequeña política partidaria o en cambio a la política en el sentido de cuidado de los intereses de la comunidad?
Por otra parte, el planteo no es nuevo ni en cuanto a sí mismo ni a la solución. Ya el legislador, historiador, escritor, diplomático, periodista, constitucionalista, crítico literario, poeta y elocuente orador Francisco Bauzá (1849-1899) se lo había planteado y resuelto en términos similares. Cierto es que la ocasión no era parecida ni muchos menos, pero sirve como buen ejemplo de doctrina y praxis política. También es cierto que Bauzá no fue el primero en resolver esa contradicción. La historia de la humanidad está impregnada de ejemplos similares
El golpe de Estado del coronel Lorenzo Latorre inauguró un período de orden en nuestro convulsionado país, que se extendió por tres años. El ejercicio del gobierno por el gobernador provisorio se cerró con una apertura electoral donde Latorre fue consagrado como presidente constitucional. Una de las primeras preocupaciones de las Cámaras electas fue qué hacer con las distintas disposiciones dictadas durante el período de facto. Estrictamente consideradas eran jurídicamente inválidas, por haber sido dictadas en forma inconstitucional, es decir, por órganos que no tenían competencia para emitirlas. Aunque el hecho es que sí las emitieron, que se aplicaron, que los jueces fallaron tomándolas en cuenta y que se hicieron cumplir.
Se trató el asunto en las sesiones ordinarias de la Cámara de Representantes de 21, 25 y 26 de abril de 1879.
La comisión legislativa encargada del informe presentó dos. Bauzá, que lo había acompañado, le tocó defender el de la minoría. El 26 de abril el diputado electo por Soriano expuso ante el Cuerpo.
Menos dramático que el de Hamlet
El tema tiene dos caras y hay que mirar ambas. Una es si «puede el Poder Ejecutivo o quien, lo subrogue, dictar disposiciones con carácter de Ley, en circunstancias extraordinarias y cuando el C. Legislativo no exista». El tribuno dice «puede» y la prueba está en que lo hizo. Pero se trata del aspecto constitucional y debe entenderse como si puede hacerlo sin violar la Carta. Y la otra faz es la cuestión política: «¿Puede la Asamblea Nacional anular tres años de vida oficial de un pueblo, sin lanzarse en el camino de la legislación retroactiva, suscitando los trastornos y perturbaciones que van anexos a semejante conducta?». Evidentemente no. Entonces sugiere el término medio. Sugiere una transacción, porque la política, como la vida misma, no es más que una transacción permanente.
Pone como antecedentes la actuación legislativa posterior a las dictaduras tanto del general Rivera como del general Flores para no vulnerar derechos adquiridos. Dice que no encuentra motivos para no aplicar el mismo procedimiento.
Recuerda que cuando se llamó a elecciones para integrar las Cámaras del momento, algunos sostuvieron que la respuesta debía ser la abstención. Considera que hubiera sido un grave error porque si el objetivo era salir de la dictadura, ese era el camino. La salida no podía ser una revolución que solo sustituiría una dictadura por otra, y la abstención solo implicaría el mantenimiento de la situación.
Elegida la vía adecuada, la Asamblea «debía recoger, como lo ha hecho, la herencia que el Gobierno anterior le dejaba en lote». Esa herencia era el patrimonio nacional y tenían la obligación de cuidarlo porque en ese entendido le había sido entregado. «No se matan de una plumada tres años de vida de un pueblo». No se trata de legitimar los actos de la dictadura, sino de acatar hechos consumados. De otro modo todos serían cómplices «porque durante tres años la han dejado vivir, legislar y mandar sin trabas, obedeciendo puntualmente lo que ella ha ordenado».
A muchos no les gustó el discurso, pero nadie le dijo que no tenía razón.
Defendiendo a un caído
Después del atentado contra su vida, el general Santos terminó resignando su presidencia en ejercicio y se fue para Europa con su familia.
Electo el general Tajes, llevó como ministro de Gobierno al Dr. Julio Herrera y Obes, hombre que odiaba profundamente a Santos y que ejerció una gran influencia sobre el novel mandatario.
Es así que Tajes, temiendo una insurrección, disolvió regimientos e hizo a pasar a retiro a muchos militares.
Cuando Santos, que había viajado a Europa para, como dijo, «atender mi salud y no hacer incurable una enfermedad de suyo muy grave» intentó retornar al Uruguay, encontró prohibido el acceso. Al llegar a la Isla de Flores a bordo del Mateo Bruzzo el 11 de febrero de 1887, tuvo que trasladarse a un buque inglés rumbo a Río de Janeiro. A propuesta del Ejecutivo, el Parlamento había aprobado su destierro.
Entre los pocos que se opusieron a la inconstitucional medida se alzó la voz de Bauzá. Y no para defender particularmente al capitán general caído en desgracia, sino porque «la virtud constitucional estriba, no en acatar la Constitución cuando nos conviene, sino cuando no nos conviene». ¿Contradice esto su razonamiento anterior con respecto a la validez de los actos del período de facto de Latorre? No, porque, ¿cuál sería en este caso la razón de fuerza mayor? ¿Cuál el bien superior a tutelar?
A pura lógica
El mensaje del Ejecutivo estaba influido «por una corriente artificial [que] cree al país amagado de un cataclismo [y] nos quiere contagiar, nos quiere complicar en la coparticipación de terrores infundados». Señala Bauzá que la prueba de la inexistencia de ese estado de alarma es clara: la disolución del 5° de Cazadores, sospechado de conspiración fue aceptada pacíficamente. Esto era bien significativo de que no existía motivo alguno para suponer una insurrección militar.
Pero, además, esa sanción que se proponía aplicar contra Santos, carecía de «forma de juicio y sentencia legal». Y que esto suponía un precedente peligroso porque estos actos «se arrancan a la jurisdicción especial que la Constitución les señala, para someterlos al capricho de mayorías parlamentarias accidentales».
Y con esto Bauzá pone sobre la mesa, el enorme riesgo que supone que una mayoría incidental pueda adoptar decisiones que contradigan la Constitución e irrespetar la voluntad de la soberanía nacional. Una soberanía que como decía en 1830 y mantiene la actual Constitución «en toda su plenitud existe radicalmente en la Nación».
No es necesario poner ejemplos de la historia reciente tan tristemente conocidos, como impunes.
Además, Santos, que había renunciado a su presidencia en ejercicio seguía siendo Senador y Capitán General.
Y esta reflexión final no tiene desperdicio: «todo hombre investido de autoridad, acumula contra sí odiosidades. En las democracias, donde la facilidad de ascensión es mayor que bajo otros sistemas de gobierno, esas odiosidades son mayores también, porque los aspirantes creen que los mandatarios les roban tiempo mientras no les dejan el puesto vacío. Entre nosotros, y desde algunos años a esta parte, esa explosión de malquerencias toma un carácter aterrador, no solo por la forma en que actúa contra el poderoso, sino por la persecución con que trata de aplastarle luego que abandona el mando. La prensa pública es el barómetro de esta coacción depresiva, dando el ejemplo de dividirse en sostenedora y opositora del gobierno imperante, y el de unirse como denigradora de ese mismo gobierno luego que cae».
No viene mal en los tiempos que corren repasar estos discursos.
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