A los libros viejos hay que acercarse con respeto. Y no solo por la prosaica y alérgica razón de que contienen ácaros. Radica en el libro la sustancia del árbol. Esa nobleza del árbol que cobijó a los pájaros, dio sombra a los hombres, y nos irritó las mucosas si se trata de un plátano.
Pero, además, los libros viejos tienen historia. El paso de sus lectores les deja huellas, subrayados, anotaciones, comentarios. Este en cuestión, que alberga los microscópicos arácnidos de mi biblioteca, se titula Libros y autores modernos. Es obra de César Barja y está editado por Sucesores de Rivadeneyra, Madrid, 1925. En esa época, Barja era integrante del Departamento de Español en el Smith College y Lector en la Universidad de California, Southern Branch. Había nacido de buena sangre gallega, en la villa de Guitiriz, en Lugo, a fines de 1890, y falleció en Los Ángeles en 1952.
Fue abogado, escritor, docente, crítico literario. Como crítico ya había escrito Libros y autores clásicos y después del volumen de que hablamos pensaba seguir con Libros y autores contemporáneos. No he tenido los otros a mano, pero en este expresa su voluntad de «clarear un poco la atmósfera». Reconoce que hubo escritores geniales, pero no tantos como nos hacen creer. Por eso procedió a leer «con atención y sin prejuicio». Centra su interés exclusivamente en la literatura castellana. Aunque incluye un comentario sobre Rosalía de Castro. Argumenta que es una «media excepción», porque Rosalía escribió también castellano. No parece muy firme el argumento cuando el texto comenta los escritos de la autora en gallego. Además, a esa altura del siglo XX, dice, todavía no se había dado a «la genial escritora» la debida consideración.
Cicatrices
El libro se lee con cierta sorpresa porque de pronto aparece un sello «universidad, enseñanza secundaria y preparatoria» que contiene en el centro el Escudo de Armas del Estado. Asumo que alguien lo retiró de esa biblioteca, hace ya muchos años, y olvidó devolverlo. Por esos extraños caminos de la vida recaló en mi biblioteca. No sé si esto se toma como una confesión pública… La biblioteca, si bien no depende de la universidad, es la misma. Para que se entienda mejor con un ejemplo práctico: como CURCC-Peñarol. El delito, de todos modos, debe haber prescripto, aunque por estos lados hay prescripciones que no han prescripto… Asimismo, públicamente expreso mi intención de devolverlo, si es que así lo considera el superior Gobierno.
Se puede seguir sin interrupción hasta la página 328. Allí hay un salto hasta la 339 donde luce una inscripción a lápiz: «¿esto es obra de un estudiante o un degenerado mental?». Uno u otro ha cortado las páginas que corresponden al comentario sobre la obra de Bécquer. La situación me retrotrajo al 1984, lo cual no tiene que ver con Orwell, sino con el hecho de que ese año estaba yo a cargo del Salón Central de la biblioteca del Poder Legislativo, si mal no recuerdo, en el turno matutino. Entonces, a los investigadores que venían a consultar periódicos, solía adosarles un funcionario «por si precisaban algo» y así cuidar la salud de la hemeroteca de alguna afilada tijera.
Don Ramón
Pero lo que me parece más interesante es la parte que Barja dedica a don Ramón Pérez. Ese nombre en sí no nos aclara mucho. Es más conocido como Ramón de Campoamor. Ramón María de las Mercedes Pérez de Campoamor y Campoosorio nació en la aldea asturiana de Piñera en 1817, y murió en Madrid en 1901 -hizo 120 años en el pasado febrero-. Sobre su obra hay distintas visiones. Una es la del propio Campoamor, que resume en lo que llama «personalismo». Según él, es lo contrario al «individualismo», o sea, el triunfo de la materia sobre el espíritu. Otros lo han tratado de escéptico y pesimista, acusaciones que Campoamor rechaza indignado. Barja dice que la poesía de don Ramón son trivialidades o reflejan la «más dudosa creencia en la virtud humana y la más completa desilusión» agravado esto por la ironía del autor para evidenciarla y hacerla sentir a través de su humorismo. Y termina por acusarlo de hipocresía al mostrar la «vaciedad y vanidad» de una vida que él mismo lleva desde su aburguesado sibaritismo.
Mientras algunos medios se desvivieron en elogios y su poesía gozó de una gran aceptación popular, otros lo criticaron duramente. Así, el diario madrileño El Católico le reprocha el 10 de febrero de 1842, al joven poeta, unos versos báquicos que escribió para el carnaval.
«Hoy vienen dejando las tétricas huesas, de muertas promesas las almas en pos. Dejad las creencias: cerrad la ventana, que vuelvan mañana, Benditas de Dios. Oid cual mi nombre maldicen crueles… ¡Amantes infieles, un trago por mí! Bailad, y que sigan las almas su vuelo, si estorban al cielo, nos sobran aquí». El medio los entendía no «propios de un pueblo cristiano».
Otro medio madrileño, que los había publicado, replica que«más bien que una crítica de la religión cristiana encierra esos himnos, escritos con profunda ironía, la condenación de la vida alegre y licenciosa a que en carnaval se entrega mucha parte de la juventud».
Como sea, Campoamor me devuelve a la época en que había aprendido algunos poemas para recitar a las chicas. Entre ellos, «¡Quién supiera escribir!». De las cosas más lindas que he leído:
─ ¿Cómo sabéis mi mal?
─ Para un viejo, una niña siempre tiene
el pecho de cristal.
¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de amargura.
¿Y contigo? Un edén.
─ Haced la letra clara, señor cura;
que lo entienda eso bien.
─ El beso aquel que de marchar a punto
te di…
─ ¿Cómo sabéis?
─ Cuando se va y se viene y se está junto,
siempre… no os afrentéis.
Y si volver tu afecto no procura,
tanto me harás sufrir…
─ ¿Sufrir y nada más? No, señor cura,
¡que me voy a morir!
─ ¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo?
─ Pues, sí señor, ¡morir!
─ Yo no pongo morir. –¡Qué hombre de hielo!
¡Quién supiera escribir!
¡Señor rector, señor rector! en vano
me queréis complacer,
si no encarnan los signos de la mano
todo el ser de mi ser.
Escribidle, por Dios, que el alma mía
ya en mí no quiere estar;
que la pena no me ahoga cada día…
porque puedo llorar.
Que mis labios las rosas de su aliento,
no se saben abrir;
que olvidan de la risa el movimiento
a fuerza de sentir.
Que mis ojos, que él tiene por tan bellos,
cargados con mi afán,
como no tienen quien se mire en ellos,
cerrados siempre están.
Que es, de cuántos tormentos he sufrido,
la ausencia el más atroz;
que es un perpetuo sueño de mi oído
el eco de su voz…
Que siendo por su causa, el alma mía,
¡goza tanto en sufrir!
Dios mío, ¡cuántas cosas le diría
si supiera escribir!».
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