Siglos atrás, los libros no eran un objeto común, tampoco era común que hubiese muchos lectores. Sin embargo, sucedió durante la dinastía ptolemaica de antiguo Egipto, en la ciudad de Alejandría, que los faraones quisieron reunir la colección de libros más grande del mundo. Para ello, el Faraón envió a cada país de la tierra, a los mejores exploradores y aventureros de su tiempo, para que cumplan la difícil y arriesgada misión de traerle todos los libros que pudieran encontrar.
Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia. Los campesinos los observan desde las puertas de sus cabañas. La experiencia les ha enseñado que solo viaja la gente peligrosa […] Los jinetes cabalgan sin fijarse en los aldeanos. Durante meses han escalado montañas, han franqueado desfiladeros, han cruzado valles, han vadeado ríos, han navegado de isla en isla. […] Para cumplir su tarea deben aventurarse por los violentos territorios de un mundo en guerra casi constante. Son cazadores de presas de un tipo muy especial. Presas silenciosas, astutas, que no dejan rastro ni huella.
Irene Vallejo, El infinito en un junco.
Esta historia comienza con Alejandro, que fue capaz de hacer de la árida Macedonia –considerada por los propios griegos como la periferia del mundo heleno–, el imperio más grande que existió en la tierra en aquel momento, abarcando desde las costas orientales del Mar Mediterráneo hasta el Punyab, en la India.
En su juventud fue discípulo de Aristóteles, quien lo instruyó en diversas disciplinas, pero especialmente en la medicina y la poesía, ya que Alejandro era muy dado a ambas. De hecho, fue Aristóteles quien preparó una edición de estuche de la Ilíada para él, ya que el joven príncipe consideraba que aquel libro homérico era un manual perfecto de la virtud militar, y siempre lo tenía bajo su almohada junto con su puñal.
Cuando Alejandro se encumbró como rey con tan solo 20 años, mostró rápidamente su capacidad de mando y sus dotes militares. Subyugó a las naciones griegas que se rebelaron a la muerte de su padre y avanzando hacia Anatolia venció al imponente rey Darío. Luego, mediante expediciones marítimas, conquistó las islas griegas, Chipre y Egipto. Fue allí, en el antiguo delta del Nilo, donde la majestuosidad arquitectónica y cultural impactó enormemente a Alejandro.
Alejandría, la ciudad de los libros
Mientras dormía una visión portentosa: un hombre de aspecto venerable y con el cabello todo cano se le acercaba y le decía estas palabras: «Allí, en medio del mar encrespado, se encuentra una isla situada delante de Egipto, a la cual llaman Faro» (Plutarco, Vida de Alejandro).
Cuenta la leyenda que, tras despertar Alejandro de aquel sueño, se dirigió de inmediato a la isla de Faro y allí concibió el proyecto de una ciudad que llevara su nombre. Los adivinos interpretaron que esta sería próspera y proporcionaría sustento a los hombres de todos los países.
En aquel entonces Egipto era una nación rica ya que contaba con enormes cantidades del petróleo de la época, a saber, el cereal. De ese modo el equilibrio geopolítico del Mediterráneo dependía del comercio con Egipto. Además, exportaba el material de escritura más utilizado en aquel tiempo, el papiro. Pues como explica Irene Vallejo: “el junco de papiro hunde sus raíces en las aguas del Nilo”.
Tras la repentina y temprana muerte de Alejandro el 10 de junio del año 323 a.C. en circunstancias nunca aclaradas, el imperio quedó dividido al mando de tres de sus principales hombres de armas: Seleuco en Asia, Antígono en Macedonia y Ptolomeo en Egipto.
A Ptolomeo, que no dejaba de ser un macedonio de la periferia, el esplendor egipcio le resultaba impactante, las pirámides, los extraños dioses con cabeza de animal, las tormentas de arena y las inconmensurables dunas del desierto, el Nilo fangoso corriendo hacia el mar, los cocodrilos y las enormes cosechas que daban una prodigiosa agricultura. Así, Ptolomeo decidió instalarse en Alejandría, una ciudad nueva para un mundo nuevo, donde la antigüedad egipcia no tuviese tanta influencia. En definitiva, Ptolomeo necesitaba legitimar su autoridad y lo hizo mediante una política cultural. Además, a la muerte de Alejandro, Ptolomeo se las ingenió para recuperar su cadáver y embalsamarlo, y así exhibirlo al público en un mausoleo. La razón de fondo que tuvo para hacer esto fue que no había mejor manera de sostener la legitimidad de su gobierno poseyendo lo último que quedaba de Alejandro, símbolo del nuevo orden que se había instalado.
El Faro del mundo
Para engrandecer Alejandría invirtió muchas riquezas, que en Egipto no escaseaban. Así, la ciudad se convirtió en el “Faro” del mundo. De hecho, Alejandría tenía un faro que fue una de las maravillas del mundo antiguo. “Los árabes que todavía lo vieron de pie en la época medieval describen una estructura de tres cuerpos –cuadrado, octogonal y cilíndrico–, comunicados por rampas. En la cima a una altura de unos 120 metros, había un espejo que reflejaba el sol del día y el esplendor de una hoguera durante la noche. En el silencio nocturno, los esclavos subían por las rampas con cargas de combustible que mantenían vivo el fuego” (Inés Vallejo, ob. cit.). De todas partes venían viajeros curiosos para ver aquella maravilla arquitectónica y se decía (exageradamente) que desde la alta torre se podían ver las costas de Anatolia.
La Biblioteca y el Museo
Ptolomeo quiso también realizar otro sueño de Alejandro, la creación de una biblioteca universal. Para ello encomendó al ateniense Demetrio de Falero que se había educado en el liceo de Aristóteles, la fundación de la Biblioteca y del Museo, el santuario de las Musas, construido en torno al 306 a.C., junto al palacio real. Increíblemente no han quedado testimonios que nos expliquen cómo era la biblioteca, aunque sí lo han hecho del Museo. Estrabón, que visitó la ciudad en el 24 a.C., explica que el Museo era una galería cubierta, adornada con columnas, más una exedra y una sala grande en la cual comían juntos todos los sabios. Además, en aquellas instalaciones se recibía constantemente a eruditos de todas las materias y disciplinas para que en aquel cerrado recinto pudiesen efectuar, sin carencia de ninguna clase, sus investigaciones. En definitiva, aquel lugar fue un centro de estudios e investigación como lo son las universidades de la actualidad.
Entonces Demetrio debió pasar durante largas noches pensando el diseño de una arquitectura capaz de vencer el caos que podía suponer la disposición de una inmensa colección de libros. Y así se convirtió en el primer guía de aquel casi infinito laberinto donde el mundo estaba contenido en palabras dibujadas sobre el papiro.
Además, tenía otra orden que cumplir, tan importante como la anterior, y era la de completar la colección, añadiendo los libros faltantes. Aquello no era sencillo, pues para conseguir libros escritos en griego había que recorrer largas distancias. Pues Ptolomeo no sabía leer la antigua escritura faraónica y solo la última de estirpe ptolemaica, Cleopatra, pudo hablar y escribir en esta lengua. Por ello, los libros de Alejandría fueron todos traducidos al griego, y en ese proceso fue que setenta y dos sabios hebreos tradujeron el Pentateuco al griego, conociéndose luego esta versión como la “Biblia de los Setenta”.
Cazadores poco comunes
Demetrio envió agentes con la bolsa repleta y armas al cinto, rumbo a Anatolia, a las islas del Mar Egeo y Grecia, a la caza de obras en griego. Así, estos emisarios navegaron hacia territorios desconocidos, enfrentaron la inclemencia de las tormentas marinas y de los naufragios, se adentraron en tierras azotadas por la peste y los incendios. Contemplaron la destrucción y la brutalidad ciega y despiadada de las guerras. Por si fuera poco, tras la muerte de Alejandro, viajar llevando grandes sumas dinero era realmente arriesgado, ya que pululaban ladrones y asesinos de toda índole. Sin embargo, a pesar de los peligros, los cazadores de libros no se amedrentaban y seguían adelante, pues temían dejar pasar un libro valioso y enfurecer al faraón.
Se dice que cada poco tiempo, el faraón pasaba revista a los rollos de su colección y preguntaba a Demetrio cuántos libros había ya. Este le respondía: “Ya hay más de veinte decenas de millares, oh Rey, y me afano para contemplar en breve lo que falta para los quinientos mil”.
Entonces, tal como señala Irene Vallejo: “El hambre de los libros desatada en Alejandría había comenzado a convertirse en un brote de locura apasionada”.
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