Cierto es que de esta época en que nos toca vivir hay muchas cosas que no nos gustan. Pero hay que reconocer que la tecnología ha facilitado la vida en muchos aspectos. También es cierto que es difícil mantenerse al día, lo que resulta caro y difícil. Apenas aprendimos a manejar un celular cuando el sistema nos amenaza para que lo cambiemos por otro. Ya Alvin Toffler, hace 50 años nos advertía en El shock del futuro sobre las patologías que ocasiona la velocidad del cambio.
De todos modos, es posible mantenerse relativamente actualizado (o atrasado), sin que se produzcan los desoladores efectos con que la publicidad nos genera la necesidad de comprar.
De modo que con una laptop refurbished hace unos cuantos años, con algún retoque y conectada a wifi se puede abrevar en ese manantial de la cultura y del disparate que ofrece Internet.
Así como se accede a una versión coreana de La Traviata, se consigue leer una buena parte de una biografía de C.S. Lewis, escrita por A. N. Wilson (e incluso ver Netflix, aunque más no sea para criticarlo).
En este caso me pareció interesante el trabajo de Wilson. La primera cosa que aprendí surge de la leyenda en las hojas iniciales del texto: «El autor afirma su derecho moral a que se le identifique como autor de esta obra». Identificado está desde la portada. Lo interesante es que dice poseer un «derecho moral». Siempre pensé que las normas morales eran unilaterales y que las únicas bilaterales eran las jurídicas. Por más que se refiera a las citas de otros sobre su trabajo, los «derechos morales» no existen. Como fuere, citado está.
Hay cierta pretensión de notoriedad cuando uno se identifica solamente con sus iniciales. C. S. Lewis se llamaba Cecil Staples Lewis (1898-1963). A. N. Wilson es Andrew Norman Wilson (1950-), pero es más famoso el primero.
Las obras más divulgadas de Lewis (libros, series de TV y películas) son Las crónicas de Narnia, una saga de siete libros publicados entre 1950 y 1956.
En su interesante trabajo, Wilson nos aporta –gracias a la amable traducción del escritor argentino Carlos Gardini (1948-1917)– un comentario sobre la obra de Lewis. La que me interesaba era Cartas del diablo a su sobrino. Pero, sin perjuicio de la autorizada opinión de Wilson, ¿para qué resultaría necesaria si es posible leer la obra? Además, el propio C. S. Lewis se ocupa de comentarla en el prólogo del libro.
El diablo
En su Refranero Hispanoamericano, Gonzalo Soto Posada dedica un par de páginas al tema del diablo. Tres de esos refranes los ubica en Uruguay uno que reza «Donde el diablo perdió el poncho». Y dos que califica de «supersticiones sacrílegas»: «¡Cruz diablo, creo en vos y no en Dios!» (un tanto contradictorio y para mí desconocido) y «Cruz mandinga, ¡la pata de la gringa! (que yo conocía como: «Erre mandinga…», de aplicación en los tiros penales).
Como fuere, no viene mal un repaso sobre el tema. ¿Qué es el diablo? Lewis fue un ateo convertido al anglicanismo, amigo del escritor católico J. R. R. Tolkien (1892-1973), con quien integró –junto a otros escritores– el círculo literario denominado Inklings. Algo así como la contracara del grupo que por esa misma década del 30 se fue formando en torno a Howard Phillips Lovecraft con escritores como Bloch, August Derleth, Clark Ashton Smith y Frank Belknap Long, creadores de lo que ha dado en llamarse Mitos de Cthulu, con un enfoque claramente materialista.
¿Cuál fue la intención de Lewis con esas Cartas? No, ciertamente, como él mismo lo dice, la de provocar que un clérigo rural renunciara a su suscripción al Manchester Guardian, medio donde inicialmente fueron publicadas. Parece que el eclesiástico consideraba que las cartas contenían consejos equivocados y «decididamente diabólicos». La intención de Lewis no era dar consejos diabólicos sino, según sus palabras, la de «iluminar, desde un ángulo nuevo, la vida de los hombres».
¿Creía nuestro autor en el diablo? No, si por tal se entiende «un poder opuesto a Dios y, como Dios, existente por toda la eternidad». Como único ser no creado, Dios no tiene contrario. Lewis cree en los ángeles, y a los que se han apartado de Dios, a esos, puede llamársele diablos. El jefe de esos desobedientes puede denominarse como «Satán». Pero «el cabecilla o dictador de los diablos, es lo contrario no de Dios, sino del arcángel Miguel». Y aclara que, si bien esto forma parte de sus creencias religiosas, además, es una opinión «no incompatible con nada que las ciencias hayan demostrado».
El infierno tan temido
Claro que creer en los ángeles no significa creer en la forma en que se los ha representado. Sin perjuicio del Dante, Lewis entiende que el Infierno podría representarse «como un estado en el que todo el mundo está perpetuamente pendiente de su propia dignidad y de su propio enaltecimiento, en el que todos se sienten agraviados», y donde todos son envidiosos, presuntuosos y resentidos.
«En consecuencia, y bastante lógicamente, mi símbolo del Infierno es algo así como la burocracia de un Estado-policía, o las oficinas de una empresa dedicada a negocios verdaderamente sucios». Porque el mal «es concebido y ordenado (instigado, secundado, ejecutado y controlado) en oficinas limpias, alfombradas, con calefacción y bien iluminadas, por hombres tranquilos de cuello de camisa blanco, con las uñas cortadas y las mejillas bien afeitadas, que ni siquiera necesitan alzar la voz», dice.
La idea de que los diablos se dedican como único objetivo a hacer «el Mal», no entra dentro de la concepción de los diablos de Lewis. Los ángeles malos son prácticos. Actúan por temor al castigo y por lo que llama «una especie de hambre». Imagina que los diablos pueden devorarse espiritualmente entre sí y también a los seres humanos. Todos conocemos personas orientadas a dominar al prójimo, a intentar fagocitarlo para satisfacer sus propias pasiones. A veces ese deseo se presenta travestido como amor. En el Infierno de Lewis «lo reconocen como hambre, […] los diablos desean las almas humanas y las de los otros diablos; por eso Satán desea a todos sus seguidores, a todos los hijos de Eva y a todas las huestes del Cielo: sueña con la llegada de un día en que todos estén dentro de él, cuando todo aquel que diga “yo” sólo pueda decirlo a través de Satán».
Para el lector de Cartas del diablo a su sobrino no tendrá importancia, como Lewis conciba a sus diablos, si como símbolos o como alegorías. Porque no es su propósito discurrir sobre el reino de los ángeles caídos sino el «de iluminar, desde un ángulo nuevo, la vida de los hombres».
¿Pero qué clase de iluminación puede recibirse a través de consejos diabólicos?
Si consigue su propósito, compruébenlo ustedes mismos queridos amigos. Gracias a la tantas veces vituperada tecnología, pueden descargarlo desde: http://curas.com.ar/Textos/Psatonadal/cartas_de_diablo_a_Su_sobrino.pdf
Les ahorré el prólogo.
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