Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
En los primeros días de marzo del corriente Año de Gracia se cumplió el centenario de un extraño matrimonio. Un escritor norteamericano que “sentía un verdadero horror al sexo” y también a la “horda itálico-semítico mongoloide” que circulaba en esos tiempos por Nueva York se casó con una escritora judía. Ella se llamaba Sonia Shaferkin Haft (1883-1972), natural de Ucrania, de estado civil viuda y siete años mayor que su esposo. Era sombrera, escritora aficionada, tenía una hija de 22 años y muy probablemente habría pasado desapercibida de no haberse casado con H. P. Lovecraft. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) nació en Providence, capital del estado de Rhode Island, y fue un escritor que había estado fuera del radar para la mayoría de los lectores hispanos hasta que a fines de la década del sesenta un español lo puso a su alcance.
La contribución la debemos al médico psiquiatra, ensayista y traductor Rafael Llopis (1933-2022) y al traductor Francisco Torres Oliver (1935). Sin duda hay relación entre la especialización de este facultativo y la literatura de Lovecraft. En su introducción a Los Mitos de Cthulu, subtitulado Narraciones de horror cósmico (1968), nos brinda no solo una sucinta biografía del autor, sino de otros con los que comenzó a vincularse hasta formar un círculo que terminó de conformar una mitología.
Dice Llopis que el cuento de miedo, con el muerto como su principal protagonista, comenzó a mutar a fines del siglo XX. Ya nadie creía en el retorno de los muertos: el Racionalismo del siglo XVIII lo había derogado. Volvió con el Romanticismo (el Frankenstein de Mammry Shelley, El vampiro del médicoJohn William Polidori…) y, aunque ya nadie creía en ese regreso, el muerto siguió dando miedo durante el siglo XIX.
Una nueva forma apareció de la mano del galés Arthur Machen (1863-1947), un escritor que era integrante de la Orden Hermética de la Aurora Dorada (Golden Dawn), una organización secreta dedicada al estudio del ocultismo. También pertenecieron a ella Algernon Blackwood, Sir Arthur Conan Doyle, Bram Stoker y W. B. Yeats, entre otros.
A ese respecto, comenta el prudente Llopis sobre Machen: “Tal vez fue en [Golden Dawn] donde encontró material numinoso novelable. Quizás [quería] dar publicidad a aquellas doctrinas místicas”. Rodó invoca a Ariel como a su numen…
Lo cierto es que los relatos del galés fueron aceptados como cuentos “de miedo”.
El miedo necesario
Esa aceptación popular la explica Llopis como una necesidad. ¿Por qué el lector desea estremecerse de terror y, además, con una nueva forma? Ya el castillo, la nocturnidad, el fantasma que arrastra cadenas estaban superados. Machen lo presenta en paisajes luminosos, a pleno sol, en medio de la naturaleza. Llopis responsabiliza a Marx y a Freud. Marx pronostica la destrucción de la burguesía y Freud bucea en aguas profundas. El hombre descubre que bajo el Yo hay un mundo secreto y desconocido. Así, el racionalismo, dice el psiquiatra, “engendró el interés por lo irracional”.
El arte, en este caso la escritura, recoge esa angustia y crea una causa ficticia de miedo como bálsamo para el miedo real. Por ese camino y a medida que el mundo se veía cada vez más complejo: la Primera Guerra Mundial, la revolución bolchevique, la recesión de 1929 crearon nuevos elementos de ansiedad, sobre todo, insiste Llopis, para el público anglosajón. “Los terrores primitivos vinieron a ser el antídoto del último terror”.
Fue Lovecraft “el que mejor expresó la angustia de su tiempo, simplemente expresando la suya”. Llopis lo describe como un hombre enfermo que supo encarnar ese sentimiento. Pero, a la vez, fue un adelantado, porque desde los años en que escribió hasta 1968 (cuando escribe Llopis) el terror ha ido en aumento. En ese sentido, se adelantó al porvenir.
El origen de la frustración de Lovecraft empieza con su madre (un cliché de la psiquiatría). Le decía que era muy feo (y no se equivocaba en el juicio), lo enseñaba a despreciar a la gente, le decía que su familia era de una estirpe superior porque venía de Inglaterra. Creció conviviendo con su madre y sus dos tías, dado que su padre había muerto cuando él tenía ocho años. No jugaba con otros niños (tampoco era muy popular entre ellos). Se refugiaba, entonces, en la lectura que le proporcionaba la biblioteca de su abuelo. Y, como si faltara algo para hacerlo especial, desde pequeño tenía horribles pesadillas. Según Llopis, porque el horror al vacío deriva de una educación sobreprotectora. A los seis años construía altares a Pan, Artemisa y a otras deidades paganas.
De padre anglicano y madre anabaptista, Lovecraft se declara ateo. Pese a ello, “siempre sintió un profundo anhelo religioso que él mismo reprimió y suprimió”. Así, su vida estuvo plena de amargura y pesimismo.
El círculo
En 1917 publicó su primer trabajo en una revista. Cuatro años después muere su madre, lo que coincide con serias dificultades económicas que lo obligan a trabajar. Decide ganarse la vida como escritor de cuentos de miedo. Así, pasó de ser un individuo que había vivido enclaustrado a comunicarse con otras personas. Sus cuentos no habían llegado a la masa de lectores, pero algunos se interesaron con ellos y comenzaron a escribirle. Y Lovecraft respondía en larguísimas cartas a lectores desconocidos. Además, disfrutaba de esa actividad en sí. “El arte epistolar fue asiduamente cultivado en el siglo XVIII, que es mi siglo preferido”, declara.
De ese modo, se va formando un círculo con sus corresponsales escritores, que empezaron a intercambiar sus personajes y donde ellos mismos eran protagonistas. Así, Robert Bloch (1917-1994) el autor de Psicosis, que luego llevara al cine Hitchcock; Clark Ashton Smith (1893-1961); August Derleth (1909-1971) el conde D’Erlette en los cuentos de Lovecraft; Alfred Galpin (1901-1983) un académico literario y compositor musical; Donald Wandrei (1908-1987), Algernon Blackwood (1869-1951, entre otros.
Todos ellos contribuyeron a crear esos Mitos de Cthulhu con sus dioses y sus libros, como los Cultes des Goules del conde d’Erlette, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, o el terrible Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred.
Concluye Llopis: “Los Mitos constituyen una religión con sus profetas y sus libros canónicos, sus lugares sagrados, su hagiografía, su dogma, su culto y su ética. Pero en ella no creyó ni su mismo creador”.
Cuando hacia 1975 tuve el privilegio de compartir actividades docentes en mi querido Liceo Suárez con la escritora y poeta Delia Orgaz de Correa Luna, le comenté que estaba muy entusiasmado leyendo los Mitos… “Es satanismo”, me contestó.
Tardé un tiempo en descubrir que tenía razón.
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