Las escuelas rurales me dieron la posibilidad de encontrarme con ejemplos formidables de lucha, amor, abnegación, honradez y ansias de superación. No me atrevo a definir aquí que es lo que las hace diferentes a las escuelas citadinas, porque creo que son muchos los factores sociales a enumerar y este no es él propósito del relato.
Mientras escribía esta anécdota acudían a mi memoria recuerdos que se hacían presentes como si hubiesen sucedido hace escasos momentos. Y llegó a mi mente Lucila, “Luc”, la vendedora de empanadas.
Lucila andaba cerca de los trece años. Era alta, muy alta para la edad, con pelo ensortijado con una “colita” y lentes grandes que probablemente eran heredados de algún familiar, porque la cuestión económica de su familia no le permitía lujos, como tener algún modelo adecuado a la edad. Llevaba la túnica raída, corta y con dobladillo descosido, que dejaban ver unas piernas “flacas como alambres”.
La vi llegar caminando, atravesando alambrados, cruzando campos, con una canasta de mimbre donde traía los cuadernos.
No tenía muy claro cómo resolver asuntos de gramática -sujeto, verbo o predicado eran cosas difíciles- pero sabía bien cómo hacer una buena masa para empanadas o pizza casera. Miraba con extrañeza cuando la maestra hablaba de ciencias, pero tenía muy claro cómo ordeñar una vaca, que la maestra no sabía.
La escuela y la zona estaban bastante escasas de ofertas educativas, así que charla va y charla viene con la directora -mate mediante mientras esperamos tempranito a los alumnos-, surgió una propuesta interesante, la de enseñar guitarra a todos los que quisieran aprender.
El dinero era algo que no abundaba en la zona, así que decidimos con la maestra que por una ínfima cuota de cincuenta pesos podríamos ofrecer clases de guitarra y solfeo en el galpón de un integrante de la comisión de fomento. La noticia causó gran revuelo y en menos de lo que “canta un gallo” teníamos inscriptos casi sesenta alumnos. Recibimos muchas solicitudes de “beca” o “media beca” porque el deseo de aprender era mucho y la plata muy poca.
A la semana del comienzo de las actividades, Lucila se acercó a mi lado en la mitad del recreo. Mirándome muy seria a los ojos, me dijo:
—A mí me gustaría aprender a tocar la guitarra, no mucho, alguna milonguita nomás. ¿Cuánto sale aprender una milonga? —preguntó en forma coloquial y tono campesino.
—Luc, el costo de las clases es cincuenta pesos, a todos igual –le contesté.
Con una carita pensativa y un ojo entrecerrado me dijo:
—¿O sea que si yo vendo 10 empanadas en un día, le pago las clases de todo el mes?
—Si por cada empanada cobrás cinco pesos, claro que sí —le dije.
—¡Ta hecho! —afirmó con total seguridad.
Al escuchar estas palabras quedé conmovido.
—No Luc —le contesté con voz quebrada—. Justo lo hable con la maestra, vos estás becada pero no le cuentes a nadie.
Casi se le caen los lentes y surgió de su boca una enorme sonrisa.
—¿Por qué? —me preguntó extrañada.
—Porque lo mereces y para mí sería un honor tener una alumna tan trabajadora como vos y con tantas ganas de aprender —contesté.
Y yo le pregunto, estimado lector. Con este tipo de niñas, ¿no le dan ganas de gritar?: ¡Viva la Luc!
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