No es exagerado suponer que la mitad más uno de los que transitan por la montevideana calle Celiar ignora el motivo de esa denominación. Saber que se trata de un poema de Alejandro Magariños Cervantes tal vez no agregue mucho. Pero hay tres calles de la capital del país designadas con títulos de ese autor: además de Celiar, Palmas y Ombúes, y Caramurú. Las dos primeras son libros de poesías, la última es una novela que tiene la particularidad de haber sido la primera nacional.
Magariños Cervantes, mal que le haya pesado a Zum Felde, fue un personaje. Abogado, escritor, poeta, periodista, legislador, ministro de Estado, presidente del Club Uruguay, fundador de bibliotecas, corresponsal de la Real Academia de la Lengua, de la de Jurisprudencia, de la Sociedad de Artistas y Escritores y de la de Arqueología de Madrid, así como de distintas academias y centros de París, Portugal e Italia, y también de varias sociedades americanas.
En su Nomenclatura de Montevideo, Castellanos y Mena Segarra anotan sobre Celiar que es un «Poema en verso sobre un tema americanista, que […] constituye un ensayo poco feliz sobre temática nativa». Concepto que no escatiman a Caramurú: «Novela en prosa, […] un poco feliz ensayo de poema épico nativo…».
Con Palmas y Ombúes, en cambio son más generosos: no la califican.
Por lo visto, la Junta E. Administrativa que entre 1917 y 1919 los incluyó no compartía esa opinión sobre la infelicidad de estos textos.
Entre anguila y gran señor
Tomemos a Caramurú que, afirman, fue la primera novela nacional. Se editó durante la estancia de Magariños en España donde fue recibida con beneplácito.
La polémica empieza desde el nombre. «Caramurú significa el hombre de la cara de fuego, o lo que es lo mismo, Satanás, y tuvo origen en uno de los caudillos lusitanos en los primeros tiempos de la conquista del Brasil, a quién por sus inauditos crímenes dieron los indígenas ese nombre», dice Magariños.
Según Castellanos-Mena Segarra, Caramurúquiere decir «cosa larga», un vocablo aplicado a la anguila. Estos mismos autores adjudican la inspiración del personaje de Magariños a un conquistador portugués del siglo XVIII. Según una leyenda brasileña antes de la fundación de San Salvador, una nave portuguesa naufragó en la Bahía de Todos los Santos. Un grupo de sobrevivientes, liderado por Diogo Alvares, logró llegar a la costa. Rodeado por indios hostiles Alvares disparó su arma de fuego. Los nativos vieron salir de las manos del hombre un destello similar a las descargas eléctricas que produce una anguila. Y de ahí, el apodo.
¿Qué relación tiene el poema épico Caramurú que Fray José de Santa Rita Durão escribió cien años antes que la novela de Magariños? Dice el religioso de la Orden de Eremitas de Santo Agostinho, que cuando Diogo hizo uso de su espingarda, (una escopeta de chispa y muy larga):
Desde esse dia, é fama que por nome / Do grão Caramurú foi celebrado / O forte Diogo … / Este appellido o barbaro espantado / indicava o Brazil no sobrenome, /Que era um dragão dos mares vomitado…
El prologuista de la edición lisboeta de 1781 traduce Caramurú por Dragão do mar.
En 1955, el médico e historiador Rafael Schiaffino afirma que Caramurú vino a significar algo así como gran señor y que «el poema de Magariños Cervantes […] le da el mismo significado…».
Como fuere, el navegante se convirtió en un personaje reverenciado a quien los caciques de las diferentes tribus ofrecían sus hijas por esposas. Diogo eligió a Paraguaçú, con quien después volvió a Europa en una nave que acertó a pasar por allí. En esa oportunidad, cinco mujeres que querían irse también con él se arrojaron al agua. Una se ahogó y las otras, prudentemente, regresaron a la orilla. En el poema del padre Santa Rita, el personaje es un héroe civilizador y cristianamente monógamo.
El escritor catalán Alfonso Maseras (1884-1939) cuenta otra historia. En la revista barcelonesa Hojas Selectas publica en 1918 su versión de la leyenda brasileña. Dice que Diogo se convirtió en el conductor militar de la tribu y salió a conquistar alrededores. Como al vencedor le correspondía «la mujer más principal; la hija del cacique, […] se casó repetidas veces».
Pero volvamos al principio. ¿Qué tomó Magariños de esa mezcla de mito e historia? El nombre de su personaje central que es el título del libro. Nada más.
Un Caramurú criollo
Este Caramurú es un gaucho de unos veintiocho años. Conoce a una niña de trece que «sin haberse desarrollado del todo, producía esa magnética influencia, ese vago e indefinible embeleso que atrae las miradas de los hombres y les obliga a volver involuntariamente la cabeza, si pasa por delante de ellos…», dice Magariños. Y sigue, «como a una aparición ideal, como al trasunto de la mujer que se han forjado en sus ensueños de amor y de poesía». Después de salvarla de un yacaré que se arrastraba con malas intenciones y un par de visitas furtivas para charlar a la caída de la tarde, surge un intenso amor entre los dos y con el consentimiento de la menor la rapta. A todo esto, el padre de la niña ya la había prometido en matrimonio con el conde Abreu de Itapeby, «heredero, aunque segundón, de un apellido ilustre y de una fortuna colosal».
La acción transcurre en ese «lustro de maldición» que al decir de Zorrilla fue la dominación luso-brasileña. De más está decir qué representa uno y otro personaje.
El gaucho es el jefe de una partida montonera de patriotas. Oficialmente se apela Amaro y tiene bien ganado su apodo. En medio de los acontecimientos históricos que culminan en la creación del Estado oriental se desarrolla el amor entre el gaucho y la niña. El conde de Itapeby trata sin éxito de eliminar al gaucho en varias ocasiones. Al final, el gaucho se queda con la niña de sus sueños, con el título del conde y con su colosal fortuna. Caramurú resultó ser hermano natural del aristócrata, quien, arrepentido hace testamento en su favor. Hasta ahí el texto.
Dieciséis años después de la muerte de Magariños, el escritor y periodista argentino Rafael Barredas recuerda en Caras y caretas (Buenos Aires) las expresiones de Zorrilla de San Martín que lo denominaba: «el noble patriarca de las letras orientales». Y agrega, que así «lo consideraban y lo consideran todas las intelectualidades de aquella privilegiada tierra del ingenio y el talento».
En 1930, Alberto Zum Felde en su Proceso Intelectual del Uruguay, dedica tres páginas a demoler a Magariños Cervantes. «Rico, simpático, encumbrado social y políticamente, consagrado por la crítica madrileña […] se pasa la vida de la cátedra al ministerio, cobrando pingües sueldos y llorando unos dolores que sólo existen en su Imaginación». Sus poemas son «de lo más flojo que produjo el romanticismo platense». Porque «no era poeta por más que hubiera representado solemnemente ese papel». Zum Felde no encuentra «ningún valor positivo en su obra». Sobre Caramurú dictamina que el relato es incongruente, que da lástima leerlo, que los personajes son falsos…
De inmediato la mirada de Zum Felde fue potenciada desde el madrileño La Libertad en términos similares por Rafael Cansinos Assens.
De todo eso algo debe haber quedado, porque cuando se cumplieron en marzo de 2023 los ciento treinta años de la muerte de Magariños Cervantes, nadie pareció recordarlo.
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