Sí, lo del título, Marita era la nena más coqueta del barrio y nadie dudaba que tenía asegurado un lugar de privilegio en el jet set vernáculo.
Era chiquita y ya se destacaba por sus trenzas rubias y dientitos de porcelana, sus ojos eran dueños de una mirada que hicieron suponer a su familia, que poseía una inteligencia superior a la media.
Siempre vestía a la moda, y su estilo al andar hacía ver en ella cierto aire de diva, una combinación de la inolvidable Marilyn Monroe, Judy Garland y doña Mangacha, la curandera del barrio.
Ella era la única de la cuadra que iba a colegio privado, de monjas, porque si hay algo que darle a los hijos es una educación acorde al nivel social de una -decía su madre- la “Pelusa”.
Ella tenía prohibido, por orden materna, el acercarse a los chicos del barrio, porque según su criterio, no tenían el nivel adecuado para ella.
-Se juntan en la esquina y hacen partidos de fútbol en la calle, dan unos gritos primitivos, casi guturales y además tienen un pésimo nivel de inglés, los otros días los escuché gritando “obol” y “orsai”, un papelón. Ni saludes – le decía “Pelusa”.
Lo cierto que Marita iba creciendo y empezó a revelarse a los pedidos de su madre. Todos los muchachos habíamos advertido, que en las tardes, cuando nos juntamos para nuestro “picadito”, Marita se ubicaba tras la ventana veneciana de su dormitorio, que daba a la calle, para ver a los “salvajes” sin camisa jugar al futbol y de paso “echarle el ojo” a “el cotorra” que jugaba poco, pero era bien parecido.
No hay como la adolescencia para que los padres se sorprendan con las actitudes de los hijos, nada hacía suponer un giro tan sorprendente en la vida de Marita al escuchar por primera vez a la cuerda de tambores que organizamos en el barrio, le corrió como un escalofrío, y sus pies y caderas empezaron a moverse sin control, “la Pelusa” se horrorizó.
Ni les cuento cuando se escapó en un carnaval para poder ver a los “Esclavos del Nyanza” que actuaban en el tablado del barrio y al terremoto de ritmo y contorciones que traía un tal “Canela” que venía con su “baracutanga”.
Cuando por fin cumplió la mayoría de edad descubrió que entre ritmo y tambor había cierto líquido que ayudaba a inspirarse y atreverse más de la cuenta, – ¿qué es este brebaje?, preguntó la curiosa e inocente Marita cuando estaba departiendo delicadamente con un lubólo estando ubicada estratégicamente entre un tambor chico y un repique.
-Vino cortado -contestó “el topo”.
-Todo un elíxir -agregó ella, relamiéndose el bozo.
Con los años y ya transformada en toda una profesional se dedicó a la función pública con un discreto éxito, pero ella, que traía genes de la orgullosa y pedante madre “Pelusa”, jamás reconocía sus errores y con alta soberbia los miraba de arriba abajo, agregándole a su desprecio una incontinencia verbal altamente ofensiva dirigida a quien opinaba en forma negativa a su deficitaria gestión.
Nunca dejó de hacer lo que más le gustaba desde que el tambor y “Canela” entraron a su vida, bailar hasta arriba de las mesas y tocar el “chico”, dicen que cuanto más chico, mas disfrutaba, todo esto sin apartarse de sus responsabilidades y aunque pareciesen incompatibles, ella lo realizaba igual, desafiando las normas de buena conducta y protocolo.
Los otros días la vi, los años han sido crueles con ella, tanto como conmigo, pero ella sigue tan campante como si los embates del tiempo no hubiesen hecho mella ninguna.
Su incontinencia verbal sigue intacta, aunque ya no sale tanto a bailar, ahora prefiere escuchar y repetir los cuentos de “don Verídico” del inolvidable Juseca en la voz de Landrisina, eso sí tiene un profundo rechazo y desprecio por aquel personaje tan peculiar el “rosadito verdoso”, que se la pasaba comiendo higos.
Desprecia todo lo verde, desde que “el cotorra” la dejó plantada en un baile.
-Es insoportable – decía este último- sigue igual.
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