No debe haber algo más difícil que defender constantemente una mentira, es todo un arte.
Si no me cree, pregúntele a “el bayano” Edson.
Ya desde antes de nacer el bayano, el universo parecía conspirar para que fuera mentiroso y chanta.
Su madre, conocida como “la sirindanga”, mujer muy pálida y de cabello rojo, era una persona de buenas intenciones, mala bebida y peores decisiones, generalmente en cuestiones de amor.
Se había casado con un tal Wanderley, hombre alto, robusto y de tez muy blanca -era albino-, que tenía una talabartería como medio de subsistencia
A Sirindanga le gustaba mucho el asunto del cuero, de “andar en cueros”. Tal es así que empezó con devaneos amorosos con varios clientes, generalmente troperos que venían a buscar rebenques o sogas y ella siempre les dejaba claro que “tengo todo, menos frenos”, y ahí daba comienzo a la trenza amorosa y la rienda suelta a los bajos instintos carnales.
Mucha mentira tuvo que inventar Sirindanga para justificar los ojos achinados y la piel trigueña oscura de su hijo Edson, al que todos conocimos como “el bayano”. No era albino y menos colorado. Ella juraba que tenía bisabuelos indios y tatarabuelo africano.
Llegado al mundo producto de una engañifa, el bayano Edson cultivó el arte de la mentira desde muy joven y defenderla se transformó en todo un arte.
Nadie como el bayano para encontrar justificaciones para todo.
Nunca se lo vio responsabilizarse por nada, todo era culpa de los demás.
Si las docenas de huevo envueltas en papel de diario venían con once unidades, la culpa era de la gallina.
Si los chorizos caseros eran muy magros, por la ausencia de tocino, era porque los cerdos comían grano a lo caballo de carrera.
Si de la leche suelta, que venía en tarro, le saltaba una rana de adentro, no es que él la estirara con agua del arroyo, era que los sapos eran mamones.
Si no pagaba las cuentas de luz o agua, era culpa del encargado de repartirlas, porque a él no le llegaban las facturas.
Famoso fue el caso cuando vendió por intermedio de un consignatario de ganado una punta de corderitos, que habiéndolas cobrado de antemano porque pidió un adelanto, no las entregó. Por supuesto inventó varias excusas para justificar su falta de cumplimiento:
—El contador archivó el acuerdo de entrega y no me enteré de lo acordado… El que firmó la venta, fue el contador y no me avisó… Esto es un complot entre el escribano, el contador y el consignatario… Esto es un plan fraguado por el camionero, que las llevó y el comprador que las escondió… El consignatario es corrupto y fascista… El contador homologó la venta, pero no me dijo… El contador archivó la orden de compra y no vi dónde, cuándo y cómo hacer el correspondiente envío… No vi que la orden de compra tuviese fecha de entrega o el peón embarcó los bichos para otra estancia (insistía)… No soy doctor en leyes, repartidor tampoco, soy criador (decía muy suelto de cuerpo) …
Así multiplicaba las excusas y los corderitos ya eran ovejas de treinta y dos dientes para cuando entregó, de mala gana y devaluadas para el comprador. Para entonces el bayano Edson ya tenía otra punta de corderos a la venta para jorobar a otro.
Mentir es todo un arte, pero lograr hacer creer, a medio pueblo, que la culpa siempre la tiene otro y que no se te mueva un pelo es por lo menos magistral.
El bayano… ése sí que sabía mentir y ocultar las verdades.
Mentiroso y pico.
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