Acusado Borges de plagiar a Papini, se defendió arguyendo: «Leí a Papini y lo olvidé». Pudo haber alegado que no era plagio sino homenaje. Yo leí a Kafka y lo olvidé. Juzgue el lector si las líneas que siguen entran en una u otra categoría.
Cuando abrí los míos, los ojos del sol entraban por los orificios de la cortina de enrollar. Quise darme vuelta para observar qué miraban. Me costó el movimiento, porque mi antena izquierda se había metido entre la funda y la almohada. Estaba soñando con Ekaterina Minovic, una chica de los Cárpatos que tenía los ojos color salmón. En la zona de donde ella provenía casi todas las personas tienen los ojos de ese color. Dicen que esos peces abundan en forma extraordinaria, que los lugareños se entretienen en verlos saltar y que el color se les va pegando de tanto mirarlos.
Iba a escribir esto para que no se me olvidara cuando caí en la cuenta de lo que me había pasado. ¿Cómo mi antena izquierda? Me levanté con sumo cuidado y me dirigí al baño. Vencí la resistencia de la pieza de plástico y se hizo la luz. Me busqué en el espejo con insistencia, y al cabo de un rato asumí como hipótesis de trabajo, que esa figura que me miraba desde el vidrio azogado era yo. Por lo menos, repetía mis movimientos pero lo hacía, debo reconocerlo, con admirable precisión.
Había pensado en un cambio de look, dejarme la barba, un corte de cabello moderno… Pero esto superó mis expectativas de forma y color. Verde, pero un verde delicado, elegante. Las antenas me daban un cierto toque de personalidad e interés. La cabeza triangular, y dos ojos con expresión soñadora, que en conjunto generaban un aire de señorial seducción. Me alegró carecer de la tríada ocular que suelen tener en la frente los insectos conocidos como mamboretá, tata dios, o más cultamente mantis. Además, de ningún modo podía considerarme insecto. ¿Dónde se han visto insectos de 1.80? Aquí, me dije, aquí se ve, lo veo, un insecto de 1.80 con una camiseta que dice I Love New York, más exactamente: yo.
El resto del cuerpo estaba casi igual, con excepción de cierta picazón en el tórax. Me levanté la camiseta y descubrí un orificio cosquillado por los vellos del pecho. Una gota caía en el duchero. Volví a mirarme en el espejo y todavía estaba ahí. Ahora noté que carecía de orejas y también de conductos auditivos, pero el tap, tap, de la gota seguía insistiendo. El sonido entraba por el orificio del tórax, claro, firme. Aun no sabía que el mamboretá es el único animal conocido que tiene un solo oído y, además, ubicado en el tórax. Gracias a Internet, después aprendí muchas cosas para mi vida futura.
Negación
Pero no, esto no puede ser. Es una broma macabra. Esas bromas estúpidas de cámara oculta que hacen para burlarse de las personas. Comencé una febril búsqueda de cableados escondidos. Desmonté el espejo, revisé las paredes. A las nueve de la mañana, horario en que se toleran ruidos en el condominio, picaba los azulejos del baño. Al mediodía ya estaba exhausto. Tener cabeza de mantis no había aumentado mi fuerza física. Sentado en el piso cubierto de cal, tata dios al fin, las manos cruzadas al cielo (raso) imploré: ¡Por qué Dios mío! ¿Por qué, yo? Pero lo que entró por mi toráxica abertura, según mi cerebro, fue una serie de chirridos mezcla de grillo y bisagra sin aceitar. Claro, no tenía labios. ¡Lo único que me faltaba! No podía salir a la calle con esa cara, y tampoco pedir comida por teléfono.
Estaba jugado a Internet. No, no puede ser. Es una alergia al chocolate. O un problema en la vista… Recién ahí caí en la cuenta de que no tenía los lentes, ni nariz para calzarlos, solo dos orificios por donde entraba un aire calizo que me hacía toser y estornudar. Sí, de la alergia estaba igual. En cambio la vista había mejorado notablemente. ¡Qué ironía! Mejorar la visión para reflejarme, ¡convertido en un monstruo! Y además, un monstruo con hambre, porque ya a esa hora los jugos gástricos me estaban pidiendo algo para disolver. Fui a la cocina. ¿Pero qué comen los mamboretá? Insectos, arañas, ratones… Eso comerán los de las clases bajas. Yo era un mamboretá especial. Ni siquiera era un mamboretá, sino un hombre con cabeza (y oído) de mamboretá. ¿O era un mamboretá con cuerpo de hombre? Me hice un rico churrasco con un buen vaso de tannat. Dormí una siesta con la secreta esperanza de que al despertar… Pero no, no, no puede ser. Otra vez ese bicho en el espejo.
Ira, negociación, depresión
Los primeros días fueron los más difíciles. El hombre que se rebela contra el mamboretá que todos llevamos dentro, pero tiene que seguir viviendo, alternaba episodios de odio con otros de tristeza y abandono. Prometió ir a misa los domingos. Luego agregó los sábados. Cuando agotó la semana, pasó a horarios dobles (a las 07:00 y a las 19:00). Luego los cien km haciendo el Camino de Santiago. Agregó cien velas en el santuario de Fátima. Dejar de fumar, de andar en yate, la equitación, el champán francés, el cine, las carreras de caballos, las partidas de truco, el pan con manteca, las camisas de seda, la cerveza importada… Nada era suficiente para el Señor. Entonces arremetía contra el destino, el fatum, los comunistas, los masones, la sinarquía, la banca de quinielas, las compañías de aviación, Hillary Clinton. Se arrepentía de sus arranques de furia, lloraba, pedía perdón. Durante días enteros no se levantaba de la cama sino porque el animal lo obligaba a comer.
Aceptación
Un día en que sí se había levantado, notó que la existencia de alimentos había disminuido drásticamente. Estaba abollando el refrigerador a puntapiés cuando sonó el timbre del portero eléctrico. Levantó el tubo y gruñó algo como jum. ¿No tiene una ropita, algo para dar?, dijo una voz quejumbrosa. Volvió a emitir jum y oprimió el botón que liberaría la puerta, y su vida.
Poco después sintió en el pecho el discreto toctoc en la puerta. El gorro y la bufanda disimulaban sus facciones. Las cortinas corridas atenuaban la luz. El mamboretá había vencido. Ahora, él lo era por completo. Un mamboretá de 85 kg hambriento y dispuesto a todo. Lejos había quedado el recuerdo de aquella muchacha de ojos salmón con la que había soñado. Lejos el pasado, los años escolares, los partidos de fútbol con los amigos, las fiestas de la adolescencia, las promesas a Dios. Solo era una bestia. Una bestia inteligente y feroz esperando a su víctima.
Quiso observar por la mirilla de la puerta. Imposible. El sistema no estaba diseñado para ojos de su tamaño. Las antenas, debajo del sombrero de lana se movían inquietas, nerviosas. Del otro lado se oía un profundo silencio. La tensa espera de un desgraciado que tiene que mendigar para subvenir mínimamente a sus necesidades. Una espera ansiosa que contenía la respiración, que empuñaba el hambre y la miseria moral, una espera sin otra salida.
Entonces abrió la puerta.
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