A principios de los 50 la ONU había contratado los servicios de un experto norteamericano para que analizara la administración pública uruguaya. John O. Hall –así se llamaba este valiente emprendedor– emitió su dictamen en 1954 y entre sus apuntes hace notar que los sueldos de los funcionarios son bajos y que eso está relacionado con las horas trabajadas semanalmente: 29. Ese horario, dice, está causado por «las atractivas playas de Montevideo». Parece que durante una temporada estival «se otorgaron horarios de medio día a los empleados públicos y luego… no se volvió al horario primitivo».
De algún modo este concepto está ligado con las reflexiones del comandante Carlo de Amezaga –aquel italiano de nombre hispano acusado de amenazar con bombardear Montevideo–. Este cavalier publicó en 1885 un libro sobre el viaje de la corbeta Caracciolo y su experiencia con los orientales. Gli orientali, dice don Carlo, «propensos en general, a la vida ociosa, reciben si lo necesitan, los empleos públicos, aptos a favorecerla». Es cierto que el navegante estaba muy molesto con el presidente Santos, pero más allá de la soberbia de su aserto, y pese, además, de que no habla de las playas, algo de razón habría que reconocerle.
El uruguayo medio suele tener una íntima conexión con las playas. Se avecina el verano, y todos los que ganan el pan con el sudor de su frente, no ven la hora de ponerse un atuendo adecuado e ir a darse un baño de mar, o de río por lo menos. Nada de hablar de mar o de estuario del Plata, porque torpedea el Tratado de Límites con nuestros vecinos de enfrente.
El concepto de «atuendo adecuado» ha ido variando con el tiempo, desde el saco y corbata de finales del XIX y principios del XX, hasta la ausencia de atuendo de algunas playas modernas.
Un invento tranviario
Según Ángel Rama: «Las playas fueron un invento de las compañías de tranvías eléctricos». Si Rama quiere decir que antes de las compañías tranviarias no existían las playas, está en un error. Si se refiere a su explotación como paseo, entonces acierta. Pocitos se desarrolló porque la Sociedad Comercial de Montevideo no solo llevó los rieles en 1906 sino que en 1912 reconstruyó el hotel con su terrasse, que destrozó el famoso temporal de 1923. Esta compañía también se ocupó de tender vías hasta los campos donde se practicaba ese invento inglés: el fútbol.
Otra empresa tranviaria de la época, la Trasatlántica, hizo lo propio con playa Capurro, aunque nunca alcanzó el éxito de Pocitos.
La cultura de la época imponía para los adultos una fugaz inmersión y con rigurosa separación de sexos. Los baños colectivos eran propios de gentes de baja clase social que eran los que en verdad parecían divertirse.
Todo esto supeditado a la apertura de la temporada. Los 8 de diciembre se celebra el día de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, instituido por el Papa por bula Ineffabilis Deus en 1854 y, por supuesto, hasta 1919 era feriado no laborable. La Iglesia celebraba, y lo sigue haciendo ese día, la bendición de las playas. Los creyentes –y muchos que no lo eran– no se bañaban en esas aguas antes del rito.
El día de las playas es «también el día de armar el árbol de Navidad. El 8 de diciembre estuvo en su origen unido al Día de la Virgen María […] hasta que se produjo la separación entre la Iglesia y el Estado y pasó a denominarse simplemente Día de las Playas», dice la página de la Conferencia Episcopal. Y acto seguido pasa ocuparse del encuentro umbandista «frente al monumento a Iemanjá en la playa Ramírez para promover el cuidado de las mismas. […] El 2 de febrero, día que se rinde tributo a la diosa del mar».
Pero en el 900, los jóvenes no iban a las playas a tostarse ni a bañarse. La motivación era evidentemente socializadora.
La mirada argentina
Una infaltable crónica de Caras y caretas (Buenos Aires) titulada «Excursiones veraniegas en Montevideo», nos historia sobre la situación en 1903.
Lo primero a señalar es que en esa época Pocitos y la playa del Parque Urbano, que ya se denominaba Ramírez, eran balnearios. Las familias abandonaban los paseos por las plazas los jueves y los domingos para dirigirse a las playas. Por supuesto tenían su horario: en la tarde Ramírez y a la noche Pocitos. Ya la iluminación eléctrica estaba instalada y la cantidad de gente desbordaba la rambla.
El cronista dialoga con el dueño del hotel. Lo felicita por lo que supone la prosperidad de su negocio. Pero el hotelero rápidamente corta esa expectativa: «nadie consume nada… a no ser el aire del mar, que es el bitter del país, y que se da gratis y sin falsificación. Aquí se viene a continuar las peladas de pavas … y a tomar el fresco y nadie se ocupa de beber ni de comer…». La expresión pelar la pava, acredita la data del documento. La RAE la define como la conversación de un hombre con su enamorada al pie de la reja o balcón. (Como indicador de estatus, el balcón ya empezaba a aparecer en la ciudad en vez de la clásica reja española). En ese momento también se hablaba de «dragoneo» para referirse al flirt o coqueteo.
Los trenes –nombre local del tramway– no daban abasto para atender la demanda y muchos debían esperar hasta a la madrugada para volver al hogar. El cronista argentino describe una escena en la que una masa de gente charla animadamente mientras aguarda, «aspirando las saludables brisas marinas», la oportunidad de transporte. Y define a la ciudad como linda, alegre, aseada y hospitalaria.
Ramírez es casi céntrica. Puede accederse a pie y congrega todo tipo de públicos. Pocitos es más aristocrática. Y la recompensa parece ser también el camino, porque transcurre entre hermosas quintas, chalés elegantes y casas de verano. Ya se estaba construyendo la red para el tranvía eléctrico y eso acortaría el tiempo de viaje a la tercera parte: de media hora a diez minutos. Ya en esos momentos se pensaba que el barrio que empezaba a formarse podría competir con el Prado y el Paso del Molino.
Las jornadas de Los Pocitos estaban animadas por el «ir y venir de bellísimas damas, ataviadas con exquisita elegancia». De derribar ese paisaje de ensueño se ocupará Rama. La jeunesse dorée viendo cortésmente pasar a las damas se transforma en un acto de voyerismo, «en un frenesí sensual que a veces hallaba desborde en la literatura». Y llama en su auxilio a Roberto de las Carreras, un «obseso sexual» a quien evoca apoyado en la baranda de los Pocitos, con afán clasificatorio, viendo pasar «mujeres de las cuales sólo percibía las redondeces traseras». En ese contexto, no es aventurado suponer, que la experiencia en el tema de que se jactaba Carreras no fuera otra cosa que fruto de su imaginación exaltada.
De la pudibunda vestimenta de esos tiempos se pasó a la malla y luego al biquini, aunque este ambo no estuvo permitido en nuestro país hasta 1960, y luego… los preceptos de los moralistas fueron sustituidos por las recomendaciones de los médicos.
Las costumbres han cambiado, pero la vocación playera de los orientales se mantiene incólume. Cualquiera que pase por la rambla de Pocitos una mañana de verano, encontrará al fantasma de Carreras mirando hacia el Río.
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