Pasado el carnaval, el Montevideo de 1857 disfrutaba de los benignos primeros días de marzo. De pronto: la epidemia.
Hacía muchos años que la Junta de Higiene había elaborado un Reglamento General de Policía Sanitaria para la protección contra las enfermedades pestilenciales: fiebre amarilla, cólera, tifus. Como los aeropuertos no eran precisamente una preocupación en la época, los controles se efectuaban sobre los buques. Aquellos catalogados con «patente sucia» eran obligados a una rigurosa cuarentena de entre 12 y 20 días para ventilar y fumigar. Esos navíos obligados a izar una bandera amarilla debían asignar «por la popa una de las lanchas o botes, en los que se dejarían diariamente los víveres y auxilios que necesite…». No es casual que la primera víctima consignada en el parte policial fuera un joven italiano «guadañero», como llamaban a los conductores de esos pequeños botes que hacían el tráfico entre los barcos y tierra firme.
En pocos días la «ígnea columna de la Biblia fue ganando terreno y sembrando en todos los ángulos de la ciudad la muerte y el espanto», relata el poeta y escritor Heraclio C. Fajardo en su Montevideo bajo el azote epidémico,publicado en junio de 1857.
Cierto es que aquí se refiere a una maldición bíblica, como el fuego y azufre que cayó sobre Sodoma, y no a la columna de fuego utilizada para alumbrar el camino (Éxodo 13:21). Y esta no es una disquisición ociosa. Verdaderamente había dudas sobre la identificación del mal, y lo que es peor, de cómo tratarlo.
Las dos escuelas
A las consabidas contradicciones, de blancos y colorados, pactistas y fusionistas, doctores y caudillos…, se sumaba la controversia médica. No hacía mucho se había sostenido en la Sociedad de Medicina Montevideana una intensa polémica, con relación a una ponencia de un médico brasileño en la que aseveraba que la fiebre amarilla no era contagiosa.
La cuestión estaba polarizada entre la teoría contagionista y la miasmática. La contagionista sostenía que la transmisión de enfermedades tenía lugar mediante el contacto directo, sea con el enfermo, o con alguna pertenencia suya con la que haya tenido contacto. Esta visión apoyaba decisiones de prevención radicales, como el aislamiento total o la reclusión en lazaretos.
La teoría miasmática creía, más bien, que eran los cambios y fenómenos climáticos –especialmente mediante los vientos– los que transportaban de un lugar a otro los miasmas, es decir, vapores tóxicos emanados de la materia en descomposición que generaban enfermedades. Las políticas preventivas que priorizaba esta corriente eran la limpieza de edificios públicos y el secado de pantanos por considerar que era fuente por excelencia de los miasmas. La incipiente usina de gas que alimentaba el alumbrado, sospechada de «miasmática», fue cerrada provisoriamente por lo que se volvió al sistema de aceite. Montevideo se había convertido en una ciudad fantasma.
«Escriben de Montevideo el 11 de abril de 1857 […]. El presidente de la república, sus ministros, los empleados de todas clases, y hasta los funcionarios de los tribunales han huido», consigna el medio madrileño La Esperanza en junio de ese año. (La fuga del presidente Gabriel A. Pereira anticipó la de su par Domingo Sarmiento que también huyó de la epidemia bonaerense de 1871).
Firme en su puesto, el jefe político y de Policía coronel Luis Herrera multiplicaba sus funciones, mientras la enfermedad se extendía, incontenible.
Perdiendo la cabeza
Dice Fajardo en su trabajo citado: «La ciencia perdía la cabeza. El pueblo la confianza en sus auxilios. […] la terrible y misteriosa epidemia, fue ganando terreno y sembrando la muerte y el espanto. […] Las camillas cruzaban en todo sentido […] la ciudad y los […] ayes de dolor […] estremecían hasta la última fibra de los transeúntes, […] la policía y los médicos no descansaban en su fúnebre tarea de recoger a los muertos. Los carros fúnebres transitaban […] a todas horas […] cargados de cadáveres».
La Junta de Higiene impartió instrucciones al personal policial que se dedicó al desecamiento de las zonas pantanosas aledañas a la ciudad. Interminables cargas de tierra eran traídas desde el Cerro para ser vertidas en los sitios a tratar. La limpieza de la ciudad fue inmediatamente abordada. Muchos efectivos perecieron víctimas del flagelo.
«Pero los comisarios y celadores, estaban en todas partes […] ya sacando los cadáveres de sus camas o conduciendo a los enfermos al hospital de Caridad, o procediendo a la quema de ropas y objetos infectados, hasta caer muchos de ellos allí mismo», señala el investigador José A. Victoria.
Los pobres eran atendidos en el Hospital de Caridad fundado por Francisco Antonio Maciel, administrado en general por la Sociedad de Beneficencia y en lo interno por las Hermanas de Caridad. Ocho religiosas habían tomado posesión en diciembre de 1856 y otras cuatro llegaron en marzo. No solo cuidaban a los enfermos sino los confortaban «hablándoles de Dios […] de la fe […] de una cristiana entereza […] los ángeles del consuelo», dice Fajardo.
Todas las religiosas eran italianas, como los más de 200 muertos de esa nacionalidad durante el episodio. Sin embargo, en el listado de víctimas no figura ninguna. En cambio, sí los sacerdotes italianos Federico Ferreto, Juan Morceau, los españoles Pedro Mora y Juan Martín y el vicario apostólico José Benito Lamas. Los médicos Teodoro Vilardebó y Maximiliano Rymarkiewicz también mueren. El parte policial contabilizó 888 fallecidos de los cuales 277 eran franceses.
Los propios especialistas estaban confundidos y el valor del escritor y poeta es testimonial. Opina, por ejemplo, que era inconveniente trasladarse –como hacían muchos– al campo, venir a la ciudad a atender negocios y volverse al fin de la jornada. Creía que esos cambios de atmósfera podían resultar funestos. El Dr. Augusto Soiza Larrosa, dice justamente lo contrario. En junio de 1857, cuando Fajardo publica su texto, no estaba claro cómo se trasmitía la enfermedad. Recién en 1901, y a partir de los estudios del médico cubano Carlos Finlay pudo afirmarse que el mosquito Aedes aegypti es el principal vector del virus de la fiebre amarilla. La muerte de Vilardebó, que atendía a los enfermos y pernoctaba en la ciudad, fue culpa del traidor insecto «que pululaba en las aguas encharcadas, en un ambiente tropical y picaba a su víctima durante la noche», dice Soiza Larrosa.
Ese viento pampero que acaricia la Bandera de la Patria, con su soplo benéfico limpió el aire ahuyentando miasmas e insectos. Los casos fueron disminuyendo gradualmente y retornando los habitantes a la ciudad. La respuesta de la ciencia tardó todavía casi medio siglo. Fajardo estaba convencido de que la epidemia fue producto de «la corrupción moral, el indiferentismo religioso […] incitando la cólera divina». Y postula: «Consolidemos el orden, la familia, la religión […]. Solo así estaremos libres de la justiciera mano del Señor». Un buen consejo. Pero como a la Providencia hay que ayudarla, la ciencia siguió trabajando. En 1937 el virólogo Max Theiler desarrolló la vacuna contra la fiebre amarilla actualmente en uso.
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