Publio Ovidio Nasón –conocido como Ovidio, aunque se refería a sí mismo como Nasón– nació un 20 de marzo del 43 a. de C. Escribió varios libros, aunque uno le fue especialmente caro, en todas las acepciones de la palabra.
En su Ars Amandi da precisas instrucciones sobre el arte de seducir. Recomienda a los hombres presentarse aseados, con el cuerpo soleado por el ejercicio al aire libre, el habla suave, los dientes cuidados, el cabello bien cortado, las uñas prolijas. También debe procurarse especialmente que no “asomen los pelos por las ventanas de tu nariz, ni te huela mal la boca…”. Señala que el lugar adecuado para la conquista de las damas es el festín. Allí abundan “los dones de Baco”, que aconseja consumir con prudencia.
Luego, “si una muchacha que te atrae se coloca cerca de ti en el lecho, [debes] dirigir a tu bella insinuantes discursos con palabras veladas”. Y “clava en los suyos tus ojos respirando fuego […], déjale que tome de todo antes y no dudes dirigirle las expresiones más lisonjeras. Con el falso nombre de amigo se burla multitud de veces sin riesgo a un marido… Tienes que representar el papel de un amante, […] serán lícitos todos los argumentos para persuadirla de tu pasión, y serás creído sin dificultad”. Porque, dice, “cualquiera se juzga digna de ser amada”. Otro recurso que recomienda es el de las lágrimas, “capaces de ablandar al diamante”, y si no se consiguiera que brotaran, bastaría con restregarse los ojos con los dedos mojados.
No obstante, el poeta era en general un moralista, como puede apreciarse en este consejo: “Engañad impunemente a las jóvenes; fuera de esto observaréis siempre la buena fe”.
¿Y qué pasa si la dama se niega a los besos? “Si te [los] niega dáselos contra su voluntad; ella acaso resista al principio […] pero, aunque resista, desea caer vencida”. Y lo más importante: “El que logra sus besos, si no se apodera de lo demás, merece por mentecato perder aquello que ya ha conseguido”. Por último, el broche de oro: “Aunque diga que la has poseído con violencia, no te importe; esta violencia gusta a las mujeres: quieren que se les arranque por fuerza lo que desean conceder”.
Auge y caída
El Ars Amandi tiene tres partes. Lo anterior resume la primera. la segunda se refiere a cómo conservar lo conquistado y la tercera contiene consejos a las mujeres para conquistar a los hombres. Nasón se codeaba con los grandes poetas y escritores de su época y gozaba de las mieles del éxito, hasta que decidió escribir esa especie de recetario.
No puede decirse que el texto corrompió a una sociedad, sino que la reflejaba. Pero el emperador Augusto pareció no estar de acuerdo con esta interpretación. El hecho es que el vate cayó en desgracia. Los historiadores debaten sobre los reales motivos que impulsaron al emperador a sancionar al poeta. En el suplemento cultural del diario Crítica de octubre de 1933, Borges, bajo el seudónimo de José Tuntar escribe sobre el tema. En una nota denominada Ovidio en el país de las flechas, adhiere a la tesis de que no solo fue su Ars Amandi lo que promovió las iras del emperador. Según parece, su hija Julia había llevado una vida bastante liberal. A su vez, la hija de Julia, de su mismo nombre, “ávida lectora” del Ars, continuó las costumbres de su madre y en alguna de esas situaciones habría estado involucrado el poeta, poniendo en juego sus propios consejos. Además, habría observado a la esposa de Augusto mientras esta se estaba bañando.
Como fuere, el emperador, que, a pesar de haber llevado una vida bastante alegre, al final se había puesto moralista, decidió sancionar duramente al poeta. Este, que había vivido siempre bastante plácidamente, hijo de una familia de alcurnia y heredero de una fortuna, dedicado a su pasión, que era la poesía y la buena vida, casado tres veces, de pronto se vio arriba de una nave camino al exilio. Su destino fue la ciudad de Tomis (hoy Constanza, Bulgaria) a orillas del Mar Negro, donde el desterrado pasó a ser el “bárbaro” (como denominaban los griegos al extranjero). El lugar era, a juzgar por la descripción que hace el poeta, francamente inhospitalario. De lo que fue su vida en esas tierras lejanas da cuenta en su texto Tristia, donde también incluye información autobiográfica.
Tristeza
Si hubiera escrito zarzuela, tal vez habría producido algo como lo que Moreno Torroba le hace decir por Javier a Luisa Fernanda: “¡Dichoso el que en su camino de duelos y de pesares, / escucha una voz amiga que alegra sus soledades! / ¡Felices los desterrados que encuentran en su destierro, / para el dolor de una ausencia, el bálsamo de un recuerdo!”. En cambio, escribió Tristia. Porque ese era su sentimiento, así titula su libro. No solo la nostalgia de saberse lejos de su tierra y de su esposa, sino de encontrarse en un medio hostil y por razones que no le parecían relevantes para tan duro castigo. Así, empieza explicando, que “como mi situación es lamentable, lamentables serán mis versos y su tono en armonía con el asunto. Alegre y dichoso compuse mis alegres poemas juveniles, que hoy me arrepiento de haber escrito”. Ese arrepentimiento era debido a las consecuencias que le acarrearon, se comprende. Por eso se apresura a declarar: “En adelante mis poesías tratarán materias que todos puedan leer” y “cuando pienso en los daños que me ocasionaron, reniego de mis poemas”.
Buena parte de su producción literaria de esa época está destinada a procurar el indulto imperial, por lo que está impregnada de una alta dosis de adulonería. Así, promete dedicarse a alabar al César: “En el instante que me devuelvas a mi patria y carísima esposa, la satisfacción se pintará en mi rostro, y seré el que antes fui. Si el enojo del invicto César se templase en mi favor, te brindaría canciones rebosantes de alegría”. Insiste en la poca entidad de su falta: “No cometí ningún crimen”. Implora: “Te suplico que me perdones, quita una mínima parte a la furia de tu rayo, y con la restante quedaré harto castigado. La moderación reprime tu cólera; me concediste la vida, y no me quitaste el derecho ni el nombre de ciudadano, ni traspasaste a otro poseedor mi hacienda, ni se me llama desterrado en el decreto que me condena”.
Así describe a los lugareños: “Mis semejantes, apenas me parecen dignos de tal calificativo unos seres de más fiereza que los lobos salvajes, que no respetan las leyes, que atropellan la equidad con la fuerza, y bajo el acero del combatiente hacen caer la justicia vencida. Se preservan mal del frío con pieles y anchas bragas, y llevan sus horrendas caras erizadas de largos pelos. En pocos quedan vestigios de la lengua griega, convertida en un idioma bárbaro por el acento gético, y ni uno en la población sabe expresar en latín las ideas más corrientes”. Y agrega: “Hordas innumerables nos amenazan de todos lados con guerras asoladoras, y no juzgan torpe el vivir de la rapiña”. Ninguna voz amiga para alegrar soledades.
Además –cómo cambian las cosas los (d)años– le escribe a su esposa: “Mientras vivimos juntos, tu virtud resplandeció sin la menor nube, y tu probidad intachable mereció mis alabanzas. Tampoco se ha desmentido después de mi desastre, y así acabe de coronar su obra tan magnífica abnegación”, y le recuerda la fidelidad de Penélope, no fuera que le diera por leer Ars Amandi…
Todo fue en vano, murió un 17 de marzo del 17 a. de C., sin el perdón imperial ni recuerdos balsámicos. En la smorfia napolitana el 17 es la desgracia, para el poeta debió haber sido todo lo contrario.
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